2 de diciembre de 2021

Assia Djebar: el cuerpo y la palabra


Sin duda aquel “démosle una habitación propia y quinientas libras”, de Virginia Woolf como exigencia para fortificar el papel femenino en la escritura (y en la vida) planea en nuestro pensamiento al acercarnos a este “Sin habitación propia” (Lumen, 2009), de la escritora, lingüista, historiadora, traductora, crítica literaria y profesora Assia Djebar, seudónimo literario de Fatema Zhora Imalayen (Cherchell, Argelia, 1936-París 2015).

Extensa y fructífera ha sido la biografía de Djebar, como profundo el calado significativo que ha dejado en su escritura. Una trayectoria que va desde su nacimiento e infancia en Argelia hasta la ocupación del sillón número 5 de la Academia Francesa en 2005, hecho insólito en el país vecino para un ciudadano del Magreb y más aún para una mujer.  Desde la niña educada en la fe musulmana, que abandona el gineceo para estudiar primero en la provincia, y Argelia lo era de Francia en aquel momento, y en la lengua de la provincia, hasta la universitaria en París que participa en la huelga de estudiantes argelinos en 1956 como inicio de las primeras movilizaciones por la independencia. Desde la activista que colabora con el “Moudjahid”, el órgano de prensa del Frente de Liberación Nacional (FLN) hasta su exilio en París en 1965, tras el golpe de estado de Boumedian, donde se dedica a la crítica literaria y cinematográfica además de a la composición teatral.

Y por encima de todo la lengua de su escritura, el francés, el idioma del colonizador, con el que expresa su pensamiento y con el que se enfrenta a la historia de su país, a su propia historia e identidad, a su cultura, a su memoria, en definitiva. Pero están también el árabe materno, con el que ama, siente y reza (en ocasiones); además del bereber, la lengua original, la de todo el Magreb, más antigua que las demás y con la que no puede escribir porque no domina. Con tal instrumento Djebar arrostra su labor afirmando, con motivo de la recepción del Premio de la Paz 2000 de la Asociación de Editores y Libreros Alemanes en Francfort: “Solo reconozco una regla, aprendida y dilucidada, poco a poco, en soledad y lejos de las capillas literarias: no practicar más que una escritura de necesidad”. Es este el modo de dar vehículo a sus vivencias y anhelos personales, el modo de serse en su decirse, y hacerlos asimismo de la tribu, universales.

Si bien el objeto de estudio en la escritura poscolonial no es la diferencia sino la hibridación, la labor literaria de Djebar está encaminada a la recreación de una identidad femenina musulmana plena en paralelo a la búsqueda de su propia identidad. Una escritura vinculante entre idioma y mujer, una escritura que hace de lo femenino, de su corporalidad abandonada hasta entonces al silencio, letra y voz. Y una escritura que tiene mucho de doloroso porque como afirma ella misma en 1997 “Durante mucho tiempo creí que escribir era morir”, era como extender un sudario en la medida que escribir la rememoraba.

Narrar es para Djebar liberar la existencia de esas mujeres de Argel en sus apartamentos sacadas del cuadro homónimo de Delacroix pintado en 1834 –“Femmes d’Alger dans leur appartement”-, título que ella misma elige para una de sus novelas. Se trata de mujeres atrapadas, ausentes y distantes, encerradas entre los muros del harén como expresión de un orientalismo irreal. Narrar es así revelar el cuerpo y la libertad, es contarse a sí misma y a la sociedad “colonial bífida” de lengua francesa y árabe la identidad de sus compatriotas argelinas tanto como necesidad de autoafirmación “yo soy vosotros, yo soy argelina, pero no la que vosotros queráis, yo soy yo”.  Y sobre todo para la autora narrar no es obsesión por la autobiografía “sucedáneo laicizado de la confesión”, tal y como ella misma la define, porque en palabras de Hannah Arendt lo autobiográfico es antes bien “impaciencia de conocimiento”.

De ahí que “Sin habitación propia” no sea estrictamente una autobiografía, no es una acumulación de anotaciones sobre el pasado, sino el autoanálisis necesario de su infancia y adolescencia para sustentar el sentido de su vida adulta y su intento de suicidio. Tomado de la cuentística popular, el título proviene de las palabras de Fátima, la hija del profeta Muhammad, ante la negativa del califa a entregarle las tierras de su padre muerto. Con un desalentador “Sin habitación propia en la casa del padre” poco antes de morir también ella misma, la joven expresará su desprotección y para Djubar la de todas las mujeres musulmanas. La escritura se hace poética ahora, sugerente, de mayor complejidad sintáctica en la que el coqueteo entre el presente y el pasado traza un laberíntico espacio de reflexión que reclama la atención concentrada del lector. Así cuando al principio de la obra relata cómo ella no rechaza ese bombón relleno de alcohol que le ofrece su amiga, recuerda asimismo cómo se siente mal, no por la religión, sino por su padre. La relación entre religión y aceptación del padre queda desvelada -y patente en ese “Nulle part dans le maison de mon père” en el título original francés de la obra-: la ausencia de habitación propia es la no pertenencia al mundo del padre, el miedo real a no tener un lugar propio en la casa del padre y, metafórico, a no tenerlo en la casa de Dios. Es la presión del padre omnipresente en la idea de que el cuerpo de la hija le pertenece porque pertenece a Dios. Es el padre al que Farida, uno de los personajes de la obra, debe convencer, haciendo una huelga de hambre, para que la dejara estudiar. Y también es el padre que, con la connivencia de toda la sociedad argelina, impone el velo a riesgo de ser insultada como “desnuda” por no llevarlo.

Existe una parte de lo real que solo puede ser contemplado con la mirada interior y así la mirada de Djebar, balsámica y terapéutica desnuda de sus velos el cuerpo femenino solo para vestirlo de su propia historia.

Elda Lavín

Sin habitación propia (2009), Assia Djebar. Editorial Lumen. (Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, noviembre, 26 de 2021)




14 de noviembre de 2021

Jhumpa Lahiri, el exilio del exilio

 



 

Alababa Cortázar entre las virtudes del cuento además de la de la autonomía, esto es, su independencia de cualquier otro género, la de la “esfericidad”. Para la aguda concepción del crítico, toda pieza cuentística será una forma cerrada en que la situación narrativa en sí debe tener su origen y su fin dentro de la esfera, de cuya perfección destaca asimismo su brevedad. Un buen cuento ha de ser afilado, lacerante sin elementos decorativos ni intervenciones accesorias del narrador -cosa que él no cumple plenamente en alguna de sus producciones después de “Rayuela”-: el relato, en definitiva, se hace a sí mismo.  

Algo, si no mucho, de esto supo apreciar Kakutani, la infatigable crítico de The New York Times, en 2000 cuando con entusiasmo elogió “El interprete del dolor”, obra ganadora del Premio Pulitzer de ese año, de Jhumpa Lahiri (Londres, 1967), la escritora angloestadounidense de ascendencia bengalí residente en Roma en la actualidad. Se trata de una selección de nueve relatos, reeditados por la editorial española Salamandra en 2016 en traducción de Gema Rovira Ortega, que han llegado a traducirse a veintinueve idiomas. Ambientados tanto en la India como en Estados Unidos, la autora plasma en ellos de modo certero los conflictos en las relaciones de unos personajes que buscan su lugar entre oriente y occidente.

Transterrada ella misma, hija de varias culturas, Lahiri hace suya una escritura sobria, concisa, con la que aborda sentimientos, alegrías, desasosiegos y frustraciones de unos personajes que se mueven entre los imperativos de la tradición familiar y los códigos de una nueva existencia en la sociedad occidental, unos códigos que la joven Lilia, narradora de uno de los relatos, resume irónicamente así: “Aquí en el supermercado no vendían aceite de mostaza, los médicos no visitaban a domicilio y los vecinos no pasaban a casa sin invitación previa”.

La escritura se desprende de la autora ganando autonomía gradualmente, el relato se hace autárquico y concentra los elementos narrativos para escarbar la superficie de lo cotidiano, de la vida del día a día de unos personajes en busca del sentido de su existencia. Estos personajes son el señor Pirzada y su esperanza de determinar desde Estados Unidos si su familia está viva o muerta en medio de la guerra de independencia de Bangladesh (estamos en 1971), o el señor Kapasi, cuyo empleo de traductor de pacientes de lengua guyaratí en la consulta de un médico le da “la medida de su fracaso en la vida”, o la joven pareja formada por Shoba y Shukumar, que se han convertido en “expertos en evitarse entre las paredes de aquel piso de tres habitaciones”. Las emociones serpean hasta la superficie de esa escritura delicada con que la autora nos muestra las vidas ordinarias de hombres y mujeres con quienes nos identificamos en lo universal.

En Lahiri no encontramos la acumulación de tensiones, propia de la preceptiva al uso, abocada a estallar en un desenlace final. Lejos de ello nos habla de hermanos, padres, esposos, amantes que buscan su propia identidad en una acción en la que lo inevitable se produce a ritmo sostenido cuando, por ejemplo, la señora Das, de viaje por la India, la tierra de sus antepasados, inopinadamente revela a un desconocido, ella sabe que no volverán a encontrarse, que el segundo de sus hijos es producto de una aventura extraconyugal. 

Sostenía Carver cómo es posible, en un poema o un relato, escribir sobre cosas y objetos corrientes empleando un lenguaje corriente, y dotar estas cosas -una ventana, unas coronas, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer – “de una fuerza inmensa, incluso desconcertante”. En Lahiri la repentina atracción sensual del señor Kapasi queda materializada en ese simple trozo de papel con su dirección postal que acaba extraviándose, impidiendo así que su relación con la señora Das tuviera continuidad en el tiempo. Pero, por encima de todo, se debaten la identidad, las raíces, el arraigo y el desarraigo, la experiencia de abandonar lugares aun echándolos de menos y llegar a otros nuevos. Es el querer ser, en definitiva, estadounidenses y miedo de convertirse en uno de ellos, la eterna tensión entre lugares y personas que se decanta y esclarece en la obra con las palabras de la madre de una de las protagonistas, para quien la joven podía contar en su nuevo país con una existencia segura, “una vida fácil, una buena educación, todo tipo de oportunidades en la vida”.

Para Lahiri, a quien en algunos medios se la conoce ya como “la voz de los inmigrantes”, toda la literatura habla de migraciones ya que el viaje está en todos los grandes textos: alguien moviéndose, el “homo viator”, es un tópico recurrente en la literatura universal. Y más aún, para ella, la integración es una categoría del impulso humano de descubrir, de explorar porque, según la autora, “no podemos quedarnos dentro de nosotros mismos”. Ya en 2018, cuando publica “En otras palabras” (editorial Salamandra), un ensayo escrito en italiano en el que reflexiona sobre el aprendizaje de ese idioma, llega a afirmar, tal vez con desasosiego, que quien no pertenece a ningún lugar específico, no puede volver a ninguna parte. Los conceptos de exilio y retorno implican una patria, un origen; sin una patria y sin una verdadera lengua materna ella vagabundea por el mundo incluso cuando está sentada en su escritorio.  Sin embargo, ella no se siente del todo así: la respuesta está en exiliarse incluso de la definición de exilio. 

Elda Lavín

El intérprete del dolor, Jhumpa Lahiri. Ed. Salamandra

Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, noviembre 5, 2021

8 de octubre de 2021

Herta Müller con todo lujo de detalles

 





 

“Con la concentración de la poesía y la objetividad de la prosa, ella dibuja los paisajes de los desposeídos”. De este modo escueto y rotundo se refirió el jurado del Premio Nobel en 2009 a la escritora rumana Herta Müller (Nitzkydorf, 1953) a la hora de entregar su galardón literario de ese año. Poesía y prosa, que no constituyen sino palabra necesaria para dar voz al silencio, a los muchos silencios que se agolpan bajo la piel de los transterrados.  

Por ello no es posible que los dieciocho ensayos que componen “Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío” nos dejen ajenos en su lectura. Publicados por la editorial Siruela, colección El ojo del Tiempo, en 2019 (la traducción corre a cargo de Isabel García Adánez, que ha sido, por demás, la flamante ganadora del Premio Nacional de Traducción 2020 precisamente por este trabajo), los escritos responden a la necesidad de viviseccionar la realidad, de responder al interrogante de cómo funciona la vida, cómo se hace esto que es vivir y sobre todo cómo se puede soportar. 

Así Müller saja lo cotidiano para extraer de ahí lo real implacable: el miedo que impera en el gesto diario de supervivencia, la dignidad pateada por el poder, el sometimiento de la conciencia y del cuerpo, que se prolonga con paso de sierpe hasta anclar en las palabras de la tribu. En Müller impera la necesidad interior de escribir, una necesidad estrechamente ligada a lo autobiográfico, la autoficción, porque, tal y como ella misma se cuestiona, ¿se puede leer e interpretar a Celan sin tener en cuenta el holocausto?, ¿sin tener en cuenta el exterminio de los judíos? Y de ahí la idea de la Historia como suma de cada una de las historias personales. Y más aún de cómo somos presa de nuestra propia biografía, de cómo no podemos hacer nada para liberarnos. 

Un sometimiento este que para ella comienza en la Rumanía rural del Banato, en el círculo de suabos del Danubio emigrados, la minoría lingüística y cultural de lengua alemana a la que pertenece. En la Rumanía aliada del Tercer Reich que devino dictadura comunista con la subida de Ceauçescu al poder. En su mísero y empobrecido lugar de nacimiento, “el pueblecito como un trasto viejo arrojado en medio del paisaje”, un pueblo que vivía en el pasado y donde la gente nacía ya vieja. Y allí está el recuerdo de su padre, el camionero que había formado parte de las listas de la SS hitleriana con diecisiete años y que muere alcoholizado a los cincuenta: “Papá canta y amenaza con el cuchillo, y mamá solo lloriquea en voz queda con un nudo en la garganta”. Y sí, su madre, deportada por el régimen a un campo de trabajo soviético en 1945 como forma de demonización a la minoría alemana por parte de la historia oficial. Una madre distante, que en ocasiones llegaba al maltrato, porque la muestra directa de cariño “no es cosa de campesinos”.

Luego llegaría la vida en la ciudad, independiente, empleada como traductora en una fábrica de maquinaria. Y llegaría el miedo por el acoso de la Securitate, los servicios secretos de un régimen rancio, hostil a las personas por la burricie de sus funcionarios donde la mezcla de incompetencia y poder es terrible. Y llegarían los insultos y las amenazas a su negativa a espiar a compañeros -la temida “colaborez”- “Perra vagabunda, ya te arrepentirás, te tiraremos al río”.

Y por encima de todo sobrevuela la soledad, imperativa, el sentimiento que nutre sus días no como efecto secundario, sino como objetivo planeado contra los represaliados que se materializa en forma de calumnia: “Todos dicen que eres una espía”. Sus compañeros la dejan de lado, la castigan por protegerlos. “De los ataques te puedes defender, de la calumnia, nunca”, razón por la que en 1987 conseguiría el permiso para marcharse a Alemania.

Müller es consciente de que la literatura no puede cambiar nada de lo vivido; sin embargo, sí que puede “inventar a través del lenguaje una verdad” que muestre lo que sucede dentro de nosotros y a nuestro alrededor cuando los valores descarrilan. Este es el modo en que la imponente maquinaria verbal de la rumana se asienta en su capacidad de observación, apuntalando el detalle con su análisis pormenorizado de la realidad porque nosotros vivimos en el detalle, no en el panorama. El hambre de vivir es “hambre de palabras” y las de Müller se tornan metáfora necesaria. Metáfora en pos de la belleza ya que la belleza nos protege, y por contra su ausencia, esa ausencia en la arquitectura o en la ropa de las dictaduras que vuelve agresiva a la gente; la embrutece. “La ternura oculta” de sus imágenes quizás nos conmueva, pero no nos distrae del objetivo al que va encaminada: si los interrogatorios son espejos que multiplican siempre al mismo tío, la bella imagen que da título a la obra apela también certeramente al miedo y a la impotencia que se oculta tras la realidad. 

Por ello la rumana nos pone en aviso: el espoleo de la imaginación que, como se ha dicho, conllevan las dictaduras, su ampliación de la mirada y el mundo, podría ser bueno para el territorio de la literatura, pero no lo es para el ser humano Porque la literatura habla con cada persona a título individual; nada nos habla a un nivel tan profundo como un libro, pero el arte viene, debería venir, siempre según ella, “después de la vida”. 

Elda Lavín


Herta Müller, Siempre la misma nieve, siempre el mismo tío (2019). Editorial Siruela.


Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, octubre 8, 2021

 

11 de septiembre de 2021

Wislawa Szymborska: poesía y fideos con tocino

 




 

Subraya el gran Auden –sí, una vuelve siempre a los viejos sitios de donde nunca debió alejarse –en la antológica compilación que constituye su "Prólogos y epílogos" (ed. Península) el talante paradójico inherente a las disciplinas artísticas en general, tanto como a las poéticas en particular, al sacar a colación las últimas palabras del pintor Vincent Van Gogh, encontradas en forma de carta en uno de sus bolsillos tras quitarse la vida en los trigales de Auvers, como es de sobra conocido.

En efecto, a propósito de una edición de las cartas del artista, Auden, además de proclamar la absoluta honestidad que desprenden por parte del emisor de las mismas –que no es poco-, nos remite al final del escrito, donde Van Gogh en esos momentos fatídicos se muestra seguro de que su obra, o al menos buena parte de ella, entonces y siempre, conserva "la calma aun en la catástrofe". Y es que a veces un solo sintagma, como en este caso, alcanza a definir una obra entera, que es tanto como decir, en el mejor de los casos, una vida entera.

Porque calma además de desnudez es lo que queda ya para siempre en la palabra de la polaca Wislawa Szymborska (Kornik, 1923- Cracovia, 2012), una palabra con un largo recorrido desde su primer libro, publicado en 1945 y no en vano denominado "Busco la palabra", al que se sumarían entre otros "Llamada a Yeti" (1957), "Sal" (1962), "Gente en el puente" (1986) o "Fin y principio" (1993) –amén de los por ella misma "desautorizados" anteriores a 1956 en la línea del realismo socialista imperante –hasta la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1996.

Si nos posicionamos junto al poeta Rilke – no se nos ocurre que pueda ser de otra manera –y su viraje poético a lo existencial cuando establece que el hombre entero puede ser ocasión de poesía, tendremos que convenir que la escritura de ahí derivada deba dar cuenta de lo humano, ser exhaustiva metafísica del individuo y lo que le rodea: sólo así podremos dar fe de palabra verdadera a la no extensa obra poética de Szymborska, a ese documento moral que constituye su escritura. El acto de escribir deviene por tanto acto primordial de nombrar, que es acto de revelación: no olvidemos que Ortega entendía como misión del poeta –al menos una de ellas –la de hacer entrar a las cosas en un "remolino" para que así sometidas, se conviertan en otras cosas nuevas. Sin duda por ello, la sintaxis de la polaca se va desvistiendo –me refiero a las obras posteriores a 1956 – bajo una mirada al exterior cada vez más precisa, más pulcra; una mirada que nutre –y se deja nutrir – lo circundante, hecho de todas las pequeñas cosas. Su palabra vivisecciona la realidad con precisión cirujana y nos la vuelve inesperada. De ahí un poemario como AQUÍ, publicado por Bartleby Editores (2009) -en edición bilingüe traducida por Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia-, donde el enfrentamiento con la memoria “Quiere que viva ya solo con ella y para ella” se vuelve reivindicación plena del tiempo actual porque “En mis planes hay siempre un sol presente”.

Se trata de extraer de la vida la verdad, tajando con cortes limpios, translúcidos su linfa más honda, como translúcida por esperanzada es la mirada de quien nos la ofrece para la lectura. En efecto, no hay desaliento en la mostración al lector del dolor ya que "incluso entre las guerras, a veces hay pausas"; o de la convivencia con el horror cuando ante el atentado del 11 de septiembre (efeméride de la que se conmemoran mañana 20 años) se plantea "describir ese vuelo/ y no decir la última palabra"; o también en el momento de apelar a la ironía, demudada a veces en sarcasmo, para poder resumir la obra de Proust porque "seamos sinceros, ¿quién es ese?".

Para tal fin, nunca las palabras de Szymborska, aun brillando con luz propia, queman nuestros dedos con su retórica incandescente, nunca su lengua caerá del lado del exceso de abstracción –recordemos la relación que para el vienés Hofmannsthal había entre las palabras abstractas y los hongos podridos –, partícipes como son de la capacidad de revelar propia de la gran poesía y su exigencia de reducción a palabra necesaria. 

La poesía de Szymborska, presidida por el principio metódico de "no sé", tal y como afirmaba en su discurso de entrega del Nobel, nos devuelve al territorio –de donde tampoco habremos de alejarnos nunca –de la escritura verdadera, aquella donde se maridan palabra y latido vital, experiencia y reflexión autentificadas desde la conciencia que las dicta –he aquí la conexión arte-conciencia, que hará del primero disciplina práctica y moral –. Su poética de "teorema de Pitágoras", así denominada por ella, de sintagma preciso y palabra esencial, le permite acceder a las cosas, en su caso a las más insignificantes y cotidianas como el hecho de que "hoy has comido fideos con tocino", a modo de refracción de nosotros mismos y de nuestro paso por el mundo. No nos cabe, en fin, duda alguna de que sea la calma estado propicio, o al menos uno de los posibles, donde fructifique la poesía verdadera, pues así lo atestigua la polaca Szymborska. Quizás con ello se sobrelleven mejor todas las catástrofes. 

 Elda Lavín

AquíWislawa Szymborska. Bartleby Editores 

Publicado en suplemento Sotileza (Diario Montañés) septiembre 9, 2021


20 de agosto de 2021

Kathy Acker: porno, sado y pulcritud



 


Si hoy es viernes, esto es el suplemento cultural Sotileza. Y si hoy nos vamos a acercar a la creadora de origen judío, personaje de la escena underground en los setenta, afecta al bodybuilding y al tatuaje, la que vivía de hacer striptease para costearse la universidad, la de la imagen transgresora e icónica impecablemente retratada en blanco y negro por el fotógrafo Robert Mapplethorpe, esa es sin duda la escritora neoyorquina Kathy Acker.

Mucho, y no muy bien siempre, se ha escrito sobre esta mujer del Upper east side, nacida en 1947, que reivindica la literatura francesa desde Rimbaud a Pierre Guyotat, a quien tradujo (como no podía ser de otra manera, recuerden su “Edén, Edén, Edén”), y que llegó a su apogeo escriturario con “Aborto en la escuela”, la novela que vio la luz en 1984 y que en España reedita la editorial Anagrama (en la colección Panorama, de narrativas) en 2019, prologada por Eloy Fernández Puerta (la traducción corre a cargo de Antonio Mauri). 

No podemos evitar contemplar “Aborto en la escuela” bajo la lupa de una novela de iniciación, el género que oficialmente para nuestra sorpresa nos legó el romanticismo alemán (¿qué pasa con nuestro “Lazarillo de Tormes”?). La idea de la vida como una carrera de superación de obstáculos y de desafío a los riesgos se nos aparece tatuada en la piel de la protagonista Janey Smith, la heroína adolescente, que, como ya vivieron Caulfield o Dedalus, arrostra un entorno familiar complicado. Sin embargo, para Janey, y a diferencia de aquellos, la vivencia de unas experiencias no asumibles y transgresoras estallan plenas de violencia en la conquista de su identidad. Así Acker nos inicia en el universo femenino configurando un explícito contexto de aprendizaje para su protagonista de diez años, que vive con su padre, a quien ama; él es su novio, su amante, y “folla con él a pesar de que le duele diabólicamente” porque ella tiene una
enfermedad de inflamación de la pelvis. Temas como la violencia, la agresión sexual o el aborto saltan de inmediato a una escritura que desvela la realidad contra natura de una relación paterno filial sobre la que se cierne el miedo de Janey al abandono cuando el Sr. Smith comienza una nueva relación amorosa con una joven starlet: “tengo miedo de que me dejes aunque ya sé que me he portado como una guarra, que he follado por ahí con quien me ha dado la gana”.

Hacía notar Lledó cómo la construcción de lo literario es producto de la emergencia del lenguaje interior del creador, cómo la escritura crece en busca de su sentido. Así ese lenguaje certero, que, de la mano de Acker, se vuelve extremadamente coloquial en los diálogos descarnados, se impone como forma de presentar la propia personalidad de la protagonista en el tablero de juego y enfrentarla a la experiencia de vida, que es experiencia de lo femenino. El cuestionamiento de la sociedad, en todos y cada uno de sus apartados, se expone como telón de fondo cuando comienza el peregrinaje amatorio de la protagonista tras el abandono de su padre. La relación de amantes que va desde el alcalde hasta Linker, el líder de la banda, se hila entre relaciones de violencia y sadomasoquismo, con resultado de aborto, y así surge la escritura miscelánea, la concatenación textual tajada a cuchillo en yuxtaposición de textos y registros de índole diversa. La novela se abre de este modo como espacio para la reflexión en la forma de esos saltos de tiempo y lugar (hacia Oriente o hacia el bajel pirata al final de la obra), los relatos underground, las citas, los excursos autobiográficos, o la técnica del cut-up, influencia reconocida por ella misma de William Burroughs. Con sus ensamblajes y collages, donde tienen cabida desde los dibujos de contenido erótico a los mapas (ahí está el detallado mapa de la ciudad de Mérida, Yucatán, en la que se desarrolla el comienzo de la novela), la autora nos da cuenta del carácter experimental de su obra cercana al arte conceptual, terreno donde lideró en los setenta a los artistas minimalistas del Village neoyorquino.

Asimismo como artista afecta a las performances feministas, ella convirtió la apropiación en práctica habitual porque al fin y al cabo, y así lo afirmó, “copyright significa derecho a copiar”. De resultas, en “Aborto en la escuela” reescribe y recrea un fragmento de “La letra escarlata”, la novela decimonónica de Nathaniel Hawthorne, como crítica a los valores reaccionarios de la sociedad burguesa. Y del mismo modo, incluye un poema de César Vallejo, o una alusión al caballo azotado hasta morir con el que sueña Raskólnikov justo antes de cometer su crimen, símbolo de la violencia extrema que preside la obra.

Miramos y admiramos a Acker como novelista de cabecera del Dowm Town neoyorquino en los setenta o como figura de la cultura postpunk en los ochenta (su obra primera conectó con los desencantados punks (ella lideró el grupo Mekons, en 1977) de la Inglaterra de Thatcher, donde vivió en esa década). Su obra se difundió como la pólvora en autoediciones en USA y Canadá y se la admiró en Londres y París como responsable de elevar la vanguardia neoyorquina a rango universal.

Acker murió de cáncer en 1997 en México y el regusto que en la boca nos deja su presencia en la contemporaneidad se asemeja mucho a lo que afirma en la descripción locativa de su novela: “Un pueblo pulcro que no se armaba líos con su vida, que sabía que estaba allí para una sola vida”. Ella sin duda supo siempre que estamos para una sola vida. 

Elda Lavín


Aborto en la escuela, Kathy Acker. Editorial Anagrama 2019

Publicado en Sotileza (El Diario Montañés) mayo 28, 2021


Danielle Collobert y las pequeñas tristezas


 Uno de los errores más comunes a la hora de acercarse a la obra de Dostoievski, y así nos lo recuerda Reinhard Lauth, quizás el más importante de los estudiosos de su pensamiento, es la identificación de su visión del mundo con la de algunos, y no con la totalidad, de sus personajes. Grueso error sería, por tanto, creer encontrar plenamente al autor eslavófilo en el personaje de Memorias del subsuelo, el perturbador antihéroe protagonista de la novela. 

Y sin embargo, por nuestra parte, es a ese espíritu, y a su autor, a quienes de manera identitaria remite, a nuestro modo de ver, la voz afecta a la destrucción que conduce la novela Asesinato, de Danielle Collobert, publicada en la editorial La Navaja Suiza (2017), en traducción de Pablo Moíño Sánchez. Un libro a medio camino entre la narración y el poema en prosa, cuya primera edición vino de la francesa editorial Gallimard en 1964, tras ser rechazado por Les Editions de Minuit.

¿Qué hay en esta voz que nos atrae hacia su adentro y hacia su afuera desde su desgarrador fluir de conciencia? Poco sabemos de Collobert (Rostrenen, 1940) a excepción de su querencia de la muerte, a la que llegó en 1978 en un hotel de la calle Dauphine de París, acompañada de una breve nota de suicidio que le confió a un íntimo amigo.

“Tengo la impresión de vivir una muerte”, expresa en uno de sus versos (publicados en España por la editorial Kokoro), que constituyen la consecuente prolongación de esa reflexión en torno a la vida y su contrario, la muerte, que es Asesinato. Dividido en tres partes, el libro ensarta como cuentas de un collar secuencias de impresiones, sentimientos o vivencias de una vida en camino a la descomposición, simbolizada bien en la anciana obesa que muere en el pasillo “detrás de mí, en un desplome de seda negra y satinada”, bien en esa afirmación de que sabe mucho sobre el asesinato porque inventa algunos cada día: “hago morir a distintas personas, no sé por qué exactamente”. 

A través de una voz narrativa expresada en masculino, común a la primera y tercera parte del libro, el yo de la autora parece hacerse presente, como ya lo hiciera el del personaje de Dostoievski desde la misma sede del mal, pleno de exultante orgullo. Es un estado de conciencia en que el yo se hace mirada y busca; el ojo interior que descubre al ojo exterior para indagar en la realidad, para trazarse un camino. Una búsqueda arriesgada en medio de los hechos cotidianos pues “de pronto el vértigo me atrapa” y el dolor del sinsentido lo ocupa todo. Es el yo universal que está condenado eternamente a trazar caminos y, más aún, a trazar solo por el afán de construir sin importar adónde conduzcan: ¿es así que ama al tiempo la destrucción y el caos, como se preguntaba el hombre del subsuelo? Quizás por ello esa conciencia solitaria de Collobert en ocasiones elige el mutismo, la inmovilidad “porque las nuevas historias no son para nosotros, solo somos capaces de recomenzar nuestros ciclos continuos de pequeñas tristezas”.

Y continúa el enigma: ¿en forma de sueño o tal vez de alucinación? Con una profunda mirada de belleza sobre las cosas y muy a pesar de la crueldad de lo cotidiano, se reafirma la autora en que no puede prever qué va a permanecer dentro de sí puesto que “ya no tengo centro, ni integridad”, y lo acepta todo como algo necesario en medio de una realidad en la que de tanto en tanto “florece el frío de un cuchillo”. Collobert nos descompone así su intimidad, nos descorre su abismo cotidiano para mostrarnos el sufrimiento.  

Frente a la primera y la tercera, en la segunda parte del libro la voz narrativa se hace femenina y masculina, se hace plural o se diluye, y las distintas secuencias cobran un ritmo más ágil solo para que la presencia de la muerte continúe siendo el catalizador de los sentimientos y emociones con que la autora interpreta la realidad y anuncia al tiempo su final de destrucción.  

Nuestro hombre del subsuelo hace notar cómo el sufrimiento es el único motivo de la conciencia y, puesto que el individuo nunca renunciará a ella, no se apartará consecuentemente del mismo, de la destrucción y del caos. Así la conciencia de Collobert, siempre presta al movimiento, construye, eleva ese mundo desgarrado para nuestra contemplación sin posibilidad de apartamiento: “Entre los muros blancos/la misma angustia cien veces encontrada”, expresa ella en uno de sus poemas. Es en esa elevación de mundos sobre lo que no existe donde cifra Eliot precisamente su sentido de lo poético, el mismo que respira la escritura de esta autora.

  Hay algo de susurro en la escritura de Danielle Collobert, una de las más potentes voces, y una de las más marginadas tal vez, de la poesía europea emergente tras la Segunda Guerra Mundial. Y hay mucho en ese susurro que nos recuerda al tono de lectura en voz baja y al oído que, según Auden, debía tener la poesía contemporánea. Y así, al oído, ella nos recuerda que nunca morimos solos, que uno siempre “muere asesinado por la rutina, por la imposibilidad”. Y quizás solo la radical belleza de su lenguaje minimalista nos redima ya de tanta certeza.

Elda  Lavín

 

Asesinato, Danielle Collobert. La Navaja Suiza, 2017

Publicado en Sotileza (Diario Montañés)  abril 23, 2021

 

 

16 de agosto de 2021

Maggie Nelson o el gran azul




Nadie como Kieslowski para expresar a la sombra de un color -“Tres colores: azul”, de 1993, primera entrega de su trilogía- la complejidad de significados que resultan de la exploración de la soledad, del enfrentamiento al dolor por parte de Julie, su protagonista, y de la dificultad de huida del pasado, que siempre está al acecho, como único modo de vivir en libertad.

Azul de dolor de una impresionante formulación visual en aquel y azul de dolor de una no menos impresionante formulación verbal la de este “Bluets”, que nos ofrece la escritora, pensadora y poeta Maggie Nelson (San Francisco, 1973), publicado en 2021 en Tres Puntos ediciones, de la mano de la incansable Maite Rodríguez Jañez y que llega hasta nosotros en traducción de Lawrence Schimel.

Ya sabíamos de Nelson, a través de la misma editorial, por su “Los argonautas” (premio National Book Critics Circle de 2015), un libro sobre la familia y el amor, sobre su condición de queer, sobre su relación con el artista Harry Dodge, con quien ha tenido un hijo tras someterse este a una terapia de testosterona y a una operación de extracción de senos; y, en definitiva, un libro que la sitúa en el grupo de las grandes del ensayismo estadounidense -ahí están Sontag o Didion- muy a pesar de sus propias afirmaciones: “No sé si yo me calificaría como ensayista”.

Pero antes fue “Bluets”, rechazado una y otra vez por las editoriales hasta llegar a su primera edición en Wave Books (2009), en Estados Unidos. Se trata de un libro ajeno a cualquier categorización genérica este compendio de “proposiciones” -tal y como ella misma las denomina- a caballo entre la emoción y la reflexión; entre la prosa, la poesía y la crítica cultural. En total 240 fragmentos de diversa extensión que materializan una idea tomada de Wittgenstein para componer un tratado sobre el color azul, no nos sorprende por tanto que esté escrito con tinta de ese color, como una forma de exploración autoficcional de la vida, el dolor y la soledad. Quizás el tejido polifónico resultante sea la única manera de dar cohesión a esa aparente inconexión de la experiencia personal en lo cotidiano, quizás la profunda carga académica de sus lecturas levante el andamio para dar vía a la exposición a una vida que, al igual que le ocurre a la Julie de Kieslowski, hay que aprender a vivir. Quizás.

Pero lo cierto es que Nelson se dirige a nosotros como para hablarnos cara a cara: “me enamoré de un color, en este caso, el color azul”. Y entonces comienza la descarga de ideas que se expanden y se bifurcan al hilo de una reflexión, que no por personal, sea menos universal. El azul es ahora metáfora de la belleza, la del turquesa del mar, la belleza que hace excepcionales nuestras vidas tan solo por permitirnos contemplar.

O es metáfora del dolor en el azul punzante de los ojos de Christine Cosby “mi amiga y maestra”, en el hospital con la columna vertebral rota por dos partes, en lo que sería una larga convalecencia que finalmente no lograría superar. El mismo dolor de la pérdida que se destila en las obras de Derek Jarman -para quien la muerte era como fundirse en “una pantalla azul”- o de Wittgenstein, en sus “Observaciones sobre los colores”, obras estas que escribieron con urgencia en vísperas de su muerte, de sida el primero y de cáncer de estómago este. Y el dolor y las lágrimas: “anoche lloré como no he llorado en mucho tiempo”, en un rito que para Nelson es de decadencia, un rito de ojeras azules y que realizamos frente al espejo, no para avivar la autocompasión, sino para tener testigos de nuestra desesperación. 

El azul que planea sobre su concepción de la escritura cuando le preocupa cómo mantener la esencialidad de las cosas que viven frente a nosotros ante el poder aniquilador de la palabra al llevarlas al papel. La respuesta a todo ello no es optimista: “Para bien o para mal no creo que la escritura cambie mucho las cosas, antes bien, las deja como están”. O cuando se pregunta si la palabra escrita mata la memoria, si mutila la idea y el poder de la mente tal y como plantea Sócrates en su “Fedro”. Por ello, Nelson evita escribir demasiados recuerdos específicos sobre su relación amorosa, sobre la ruptura con su “prince of blue” (nada que ver con nuestro príncipe azul): “De lo más que hablaré es del follar”. Nelson confiesa que el sexo con él es una de las sensaciones más placenteras que ha tenido nunca, si bien “Hay un color en el interior de follar, pero no es el azul”.

En definitiva, hay mucho de lógica poética en esta colección de fragmentos sin unidad cronológica ni temática que la autora parece hilar solo para nuestros ojos. Aquí están la obra de William H. Gass, (a cuyo “Sobre lo azul” Nelson debe, a nuestro parecer, mucho), los tuareg, los horizontes azules de Eberhardt, la gabardina azul desgarrada en el hombro de Leonard Cohen y el también azul abrigo de Werther cuando se dispara en la cabeza, la poesía de Ashbery, la conciencia de la luz de San Juan, Catherine Millet y sus memorias sexuales, Leonardo da Vinci -el amor es algo tan feo…- o el maestro Chögyam Trungpa y sus egos sobrantes. Todos ellos, y más, son la necesaria piedra de toque para entender lo que la voz de Holiday (Billie) le hace oír y lo que posa en ese desapego a las cosas de la Julie de Kieslowski: que la vida es normalmente más fuerte que el amor de la gente por ella. 

Elda Lavín


Bluets, Maggie Nelson

Ediciones Tres Puntos

Publicado en SOTILEZA, de El Diario Montañés, agosto 13, 2021 

20 de marzo de 2021

La noche y el fuego en la escritura de Catherine Pozzi

 




 

Afirmaba la Zambrano que el descubrimiento de la realidad que toda escritura comporta, la escritura verdadera, solo es posible desde el aislamiento, un aislamiento siempre efectivo por lo comunicable. Y es este pensamiento el que nos viene a la mente ante ese “Escribo para no morir de soledad”, el desolador grito de guerra que recoge en sus diarios Catherine Pozzi (París, 1882 -1934), la autora de “Agnès”, publicado por la editorial Periférica (2014) en traducción de Manuel Arranz. No nos parece que sea mucha la distancia de recorrido entre estos dos pensamientos, solo aparentemente antagónicos, y ni siquiera entre estas dos “femmes de plume”, para quienes la escritura corre apegada a la propia existencia.

Porque Karin, como era conocida entre los suyos, escribe desde la pura entraña, desde el dolor de una vida en la que ella es “uno de esos puntos singulares, por los que emerge el sufrimiento del planeta”. En ella está la lucha contra la enfermedad, la tuberculosis que la llevó de sanatorio en sanatorio, de recaída en recaída hasta la dependencia de la morfina y la muerte final, la muerte amenazadora y preconizada, que ella siempre creyó que llegaría un día de Pentecostés. Pero también el dolor por el padre asesinado -“el doctor” como le llama a lo largo de toda su obra-,  a manos de un paciente insatisfecho en su propia consulta o el fracaso de su matrimonio con el dramaturgo y padre de sus hijos Edouard Bourdet. Todas ellas razones suficientes para escribir, para hacer de la vida labor de escritura, para trazar un camino que es el propio, hecho de destrucción y creación. ¿Acaso no es esa la virtud de lo literario? Novalis ya afirmó que el verdadero poeta es omnisciente, “es un mundo verdadero en pequeño”.

Por todo ello, o quizás a pesar de ello, se impone la desesperada necesidad de amor, que llega de la mano de Paul Valéry, el poeta, el amante casado, el “magister” como ella afirma llamarle en sus diarios, aunque también precisa que nunca lo fue porque fue siempre “mi hermano, mi igual, mi pura ternura”. A través de su correspondencia, sabemos que su relación estuvo hecha de sexo y trabajo intelectual compartidos. Que fue un intercambio de sentimientos e influencias mutuas de doble dirección, tal como ha mostrado la crítica en el cotejo de sus diarios, que la llevaría a afirmar “I’m two”. Pero fue también una relación que abocó hacia el secretismo de su persona frente a la mujer del poeta bajo los sobrenombres no ya de Karin, sino de Ma Psyché, C.K., o Béatrice, y, cómo no, al ninguneo de ella como escritora frente a la figura del gigante.

Así surge “Agnès”, un texto de apenas treinta y cinco páginas en el original, que se muestra como una fogata de pasión y lucidez en medio de la nieve de su desesperación, dedicado a Audrey Deacon, la gran amiga americana, que murió en 1904, en Florencia. Dolor que se suma a dolor. Se trata de una novela epistolar autobiográfica de la que ya en el año de su publicación, en 1927, mucho se escribió al cuestionarse entonces la identidad de su autora. Y se trata asimismo de un texto atípico que se corresponde con el final de su relación con Valéry, relación de ocho años que acabaría en 1928 con la imposición por parte de ella en su testamento de la quema de toda su correspondencia con el poeta. 

A través de un estilo fragmentario, aparentemente precario, pero tajante y lleno de esplendor lírico, la mujer intensa que ella es se plantea la búsqueda del amor absoluto.  A partir de su alter ego Agnès, se despliega ante nuestros ojos una historia de amor y desamor, más deseado que real, “Amo, amo cuerpos que no he visto jamás”, en la que ella nos muestra el análisis sensible de su conciencia. Se dirige así a un amante que está por venir, “te entregaré las cartas en cuanto existas realmente”, a su amor de la dura sonrisa, al que fuerza a ser antes de tiempo, alguien a quien ya tiene sin tenerlo, para asegurar así que lo mejor de ella no se disipe “en la otra punta del mundo”. 

Y Agnès es también el abandono de la fe religiosa, “¿es esto el pecado original?”, para acogerse a una fe amatoria con la que dirige sus pasos hacia Dios, “soy portadora de Dios”, “amo a Dios más que a todas las cosas”, al unirse con el ser amado, “el alma querida, mi semejante”.

Pero sobre todo Agnès es la voz, la que sabe mirar dentro de su abandono y lo proclama  a los cuatro vientos; la que vocifera en medio del silencio el amor de su relación perturbadora con el poeta, la que proclama “Agnès soy yo” y “la amo como a mí misma” cuando tiene que defender su autoría frente a los que daban por sentado, se repite la historia, una vez más, que era obra de Valéry porque no se suele atribuir a la influencia de la luna el brillo del sol; la que sabe, en definitiva, que lo que no puede transformarse en noche o en fuego hay que silenciarlo.

Pozzi escribe para no morir de soledad, sí; pero también para analizar su inmenso dolor porque sabe que en la lucha interior, uno solo llega a lo más alto venciéndose a sí mismo.

ELDA  LAVÍN


Agnés

Catherine Pozzi

Editorial Periférica, 2014


EL BALCÓN DEL HÚSAR. Artículo publicado en Sotileza, de El Diario Montañés, marzo 19,  2021

Violette Leduc: la palabra que da sangre al alma

 





 

No deja de llamarnos la atención, más que la pelambrera púbica que centra el motivo de su cubierta, el nombre de Simone de Beauvoir -como así debió de hacerlo en su primera edición francesa allá por el año 1964- a pie de prólogo en esta revisitada edición en español de “La bastarda”, la autobiografía de Violette Leduc de la mano de la editorial Capitán Swing en traducción de María Helena Santillán, hace escasamente un año. 

Y es que sin duda no deja de sorprendernos el torrente emocional y profesional que se desató cuando Castor leyó por primera vez a la Leduc (Arras, 1907-Faucon, 1972), a esta mujer abandonada por la belleza a la que ya no pudo dejar de guiar y ayudar, abriéndole vías de relación o dándole a leer sus escritos al propio Sartre. La misma de la que afirmaría en una carta a Nelson Algren, su amante americano, una mujer fea que está enamorada de mí, a la que jamás podría besar. La fealdad física, la conciencia de su nulo atractivo, será tan solo una de las carencias que como una humillación la acompañaría toda su vida y que la obligaría a anhelar esperar la vejez “para calmar sus deseos sexuales”, insatisfechos en la juventud por tal motivo. 

Y aquí enraíza todo. No sin antes cuestionarse si escribir o el silencio, si la Blanzy Poure o callarse, como declara en su “La folie en tête” (1970). La respuesta es, sin duda, escribir. Porque la autora existe cuando escribe, porque depender del vocabulario es existir, porque buscar la palabra justa es recogerse y concentrarse, y “ser una abeja feroz”. Ella ha dado con el Santo Grial de la necesidad, se ha unido a la comunión universal del poeta: la búsqueda de la palabra, de la exactitud verbal. Porque lo poético acaece al doblegar las vivencias y emociones ante el silencio, allí donde radica la revelación. Ya la Zambrano nos había dejado avisados de cómo el poeta usa la palabra para dejar que por ella hablen las sombras, para hacer de ella una forma del delirio.

Así Leduc recala, muy a pesar de que considera la expresión de recuerdos como una trampa para idiotas, en el género autobiográfico. La imperiosa necesidad de zambullirse en la memoria, de volver al pasado y construirlo hasta la recreación de un yo que se hace materia de escritura.  Y desde luego cuando ella escarba allí, nos aterroriza sin posibilidad de redención. Difícil encontrar belleza, la encontrada por parte de alguna crítica, en ese estilo intenso de “bidet Luis XVI”, como ella misma lo describiría. El mismo estilo entrecortado, sin duda al dictado de una memoria dolida, que fascinó a la Beauvoir cuando la descubrió en aquel santuario de la Rive Gauche que fue el Café de Flore. 

Entonces solo podemos imaginarnos a esa Beauvoir como el pájaro hembra regurgitando comida en la boca de su polluelo. El ánimo y el consejo de esta permiten la consideración de la escritura en Leduc. Y así brota toda esa amargura que llevaba en  los adentros: la baja autoestima, los complejos, el malditismo de su infancia bastarda de un padre que nunca la reconoció (“los bastardos están malditos […] ¿Por qué no se ayudan entre sí? ¿Por qué se rehúyen? ¿Por qué se detestan? […] tienen en común lo más preciado, lo más sombrío:  una infancia torcida como un viejo manzano”), la vivencia de la pobreza (“¿Por qué robaba yo? Porque éramos pobres y vivíamos racionadas”) hasta la eclosión de la avaricia (“la plata por la que me hubiera comido la mierda”), y una madre, Bérthe, tan anhelada como odiada al tiempo (“He sido el receptáculo de su dolor, de su furia, de su rencor. El niño retiene sin comprender”), que la instruye en el odio al hombre (“si surgía la sombra de un hombre, se la debía destruir caminando siempre sola, la mecánica indispensable del onanista”).

“Escribe como un hombre con una sensibilidad muy femenina”, le dirá Beauvoir a Algren a medida que la amistad entre ellas avanza y es estímulo de osadía en la escritura de Leduc. Su narración se hace enfrentamiento a todo el lienzo de fracasos de su pasado en la reconstrucción de un yo que es tanto más dramática cuanto que pretende escapar en la memoria de una vida de desperdicio.  

Así al hilo de ese “lector, sígueme”, el texto deviene panoplia confesional encarnada en la soledad, en estados de locura, en los amores atormentados por Hermine, su maestra; Isabelle, su compañera de colegio (“la musa secreta de mi cuerpo era ella”) o sus amantes homosexuales (Maurice Sachs, el hombre con boca de mujer); o en la mostración de un erotismo, no provocador al decir de la propia Beauvier, de encuentros lésbicos descritos pormenorizadamente. Caminos todos que la arrastran a la amargura y al sentimiento de culpa de nacer: “He cometido la audacia, el cinismo, la injusticia de reprochar a mi madre el hecho de haber traído al mundo a un ser tan feo”.

Leduc se adentra en su propia alma y de su juicio examinador estalla podrido el desprecio hacia ella misma y hacia la condición humana. Si  envejecer es perder lo que se ha tenido, ¿qué queda cuando no has tenido nada? ¿Qué queda cuando el puñal, como afirmara Ovidio, ya no encuentra sitio en la nueva herida? 

Creo que del coqueteo con la palabra, con la palabra que da sangre al alma, queda, como apuntaba Zambrano, el prodigio de hacer hablar a las sombras. Y Leduc lo sabía.


La Bastarda

Violette Leduc

Editorial Capitán Swing, 2020

512 páginas


EL BALCÓN DEL HÚSAR. Publicado en Sotileza, de El Diario Montañés, febrero 26, 2021