Nadie como Kieslowski para expresar a la sombra de un color -“Tres colores: azul”, de 1993, primera entrega de su trilogía- la complejidad de significados que resultan de la exploración de la soledad, del enfrentamiento al dolor por parte de Julie, su protagonista, y de la dificultad de huida del pasado, que siempre está al acecho, como único modo de vivir en libertad.
Azul de dolor de una impresionante formulación visual en aquel y azul de dolor de una no menos impresionante formulación verbal la de este “Bluets”, que nos ofrece la escritora, pensadora y poeta Maggie Nelson (San Francisco, 1973), publicado en 2021 en Tres Puntos ediciones, de la mano de la incansable Maite Rodríguez Jañez y que llega hasta nosotros en traducción de Lawrence Schimel.
Ya sabíamos de Nelson, a través de la misma editorial, por su “Los argonautas” (premio National Book Critics Circle de 2015), un libro sobre la familia y el amor, sobre su condición de queer, sobre su relación con el artista Harry Dodge, con quien ha tenido un hijo tras someterse este a una terapia de testosterona y a una operación de extracción de senos; y, en definitiva, un libro que la sitúa en el grupo de las grandes del ensayismo estadounidense -ahí están Sontag o Didion- muy a pesar de sus propias afirmaciones: “No sé si yo me calificaría como ensayista”.
Pero antes fue “Bluets”, rechazado una y otra vez por las editoriales hasta llegar a su primera edición en Wave Books (2009), en Estados Unidos. Se trata de un libro ajeno a cualquier categorización genérica este compendio de “proposiciones” -tal y como ella misma las denomina- a caballo entre la emoción y la reflexión; entre la prosa, la poesía y la crítica cultural. En total 240 fragmentos de diversa extensión que materializan una idea tomada de Wittgenstein para componer un tratado sobre el color azul, no nos sorprende por tanto que esté escrito con tinta de ese color, como una forma de exploración autoficcional de la vida, el dolor y la soledad. Quizás el tejido polifónico resultante sea la única manera de dar cohesión a esa aparente inconexión de la experiencia personal en lo cotidiano, quizás la profunda carga académica de sus lecturas levante el andamio para dar vía a la exposición a una vida que, al igual que le ocurre a la Julie de Kieslowski, hay que aprender a vivir. Quizás.
Pero lo cierto es que Nelson se dirige a nosotros como para hablarnos cara a cara: “me enamoré de un color, en este caso, el color azul”. Y entonces comienza la descarga de ideas que se expanden y se bifurcan al hilo de una reflexión, que no por personal, sea menos universal. El azul es ahora metáfora de la belleza, la del turquesa del mar, la belleza que hace excepcionales nuestras vidas tan solo por permitirnos contemplar.
O es metáfora del dolor en el azul punzante de los ojos de Christine Cosby “mi amiga y maestra”, en el hospital con la columna vertebral rota por dos partes, en lo que sería una larga convalecencia que finalmente no lograría superar. El mismo dolor de la pérdida que se destila en las obras de Derek Jarman -para quien la muerte era como fundirse en “una pantalla azul”- o de Wittgenstein, en sus “Observaciones sobre los colores”, obras estas que escribieron con urgencia en vísperas de su muerte, de sida el primero y de cáncer de estómago este. Y el dolor y las lágrimas: “anoche lloré como no he llorado en mucho tiempo”, en un rito que para Nelson es de decadencia, un rito de ojeras azules y que realizamos frente al espejo, no para avivar la autocompasión, sino para tener testigos de nuestra desesperación.
El azul que planea sobre su concepción de la escritura cuando le preocupa cómo mantener la esencialidad de las cosas que viven frente a nosotros ante el poder aniquilador de la palabra al llevarlas al papel. La respuesta a todo ello no es optimista: “Para bien o para mal no creo que la escritura cambie mucho las cosas, antes bien, las deja como están”. O cuando se pregunta si la palabra escrita mata la memoria, si mutila la idea y el poder de la mente tal y como plantea Sócrates en su “Fedro”. Por ello, Nelson evita escribir demasiados recuerdos específicos sobre su relación amorosa, sobre la ruptura con su “prince of blue” (nada que ver con nuestro príncipe azul): “De lo más que hablaré es del follar”. Nelson confiesa que el sexo con él es una de las sensaciones más placenteras que ha tenido nunca, si bien “Hay un color en el interior de follar, pero no es el azul”.
En definitiva, hay mucho de lógica poética en esta colección de fragmentos sin unidad cronológica ni temática que la autora parece hilar solo para nuestros ojos. Aquí están la obra de William H. Gass, (a cuyo “Sobre lo azul” Nelson debe, a nuestro parecer, mucho), los tuareg, los horizontes azules de Eberhardt, la gabardina azul desgarrada en el hombro de Leonard Cohen y el también azul abrigo de Werther cuando se dispara en la cabeza, la poesía de Ashbery, la conciencia de la luz de San Juan, Catherine Millet y sus memorias sexuales, Leonardo da Vinci -el amor es algo tan feo…- o el maestro Chögyam Trungpa y sus egos sobrantes. Todos ellos, y más, son la necesaria piedra de toque para entender lo que la voz de Holiday (Billie) le hace oír y lo que posa en ese desapego a las cosas de la Julie de Kieslowski: que la vida es normalmente más fuerte que el amor de la gente por ella.
Elda Lavín
Bluets, Maggie Nelson
Ediciones Tres Puntos
Publicado en SOTILEZA, de El Diario Montañés, agosto 13, 2021
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