20 de marzo de 2021

La noche y el fuego en la escritura de Catherine Pozzi

 




 

Afirmaba la Zambrano que el descubrimiento de la realidad que toda escritura comporta, la escritura verdadera, solo es posible desde el aislamiento, un aislamiento siempre efectivo por lo comunicable. Y es este pensamiento el que nos viene a la mente ante ese “Escribo para no morir de soledad”, el desolador grito de guerra que recoge en sus diarios Catherine Pozzi (París, 1882 -1934), la autora de “Agnès”, publicado por la editorial Periférica (2014) en traducción de Manuel Arranz. No nos parece que sea mucha la distancia de recorrido entre estos dos pensamientos, solo aparentemente antagónicos, y ni siquiera entre estas dos “femmes de plume”, para quienes la escritura corre apegada a la propia existencia.

Porque Karin, como era conocida entre los suyos, escribe desde la pura entraña, desde el dolor de una vida en la que ella es “uno de esos puntos singulares, por los que emerge el sufrimiento del planeta”. En ella está la lucha contra la enfermedad, la tuberculosis que la llevó de sanatorio en sanatorio, de recaída en recaída hasta la dependencia de la morfina y la muerte final, la muerte amenazadora y preconizada, que ella siempre creyó que llegaría un día de Pentecostés. Pero también el dolor por el padre asesinado -“el doctor” como le llama a lo largo de toda su obra-,  a manos de un paciente insatisfecho en su propia consulta o el fracaso de su matrimonio con el dramaturgo y padre de sus hijos Edouard Bourdet. Todas ellas razones suficientes para escribir, para hacer de la vida labor de escritura, para trazar un camino que es el propio, hecho de destrucción y creación. ¿Acaso no es esa la virtud de lo literario? Novalis ya afirmó que el verdadero poeta es omnisciente, “es un mundo verdadero en pequeño”.

Por todo ello, o quizás a pesar de ello, se impone la desesperada necesidad de amor, que llega de la mano de Paul Valéry, el poeta, el amante casado, el “magister” como ella afirma llamarle en sus diarios, aunque también precisa que nunca lo fue porque fue siempre “mi hermano, mi igual, mi pura ternura”. A través de su correspondencia, sabemos que su relación estuvo hecha de sexo y trabajo intelectual compartidos. Que fue un intercambio de sentimientos e influencias mutuas de doble dirección, tal como ha mostrado la crítica en el cotejo de sus diarios, que la llevaría a afirmar “I’m two”. Pero fue también una relación que abocó hacia el secretismo de su persona frente a la mujer del poeta bajo los sobrenombres no ya de Karin, sino de Ma Psyché, C.K., o Béatrice, y, cómo no, al ninguneo de ella como escritora frente a la figura del gigante.

Así surge “Agnès”, un texto de apenas treinta y cinco páginas en el original, que se muestra como una fogata de pasión y lucidez en medio de la nieve de su desesperación, dedicado a Audrey Deacon, la gran amiga americana, que murió en 1904, en Florencia. Dolor que se suma a dolor. Se trata de una novela epistolar autobiográfica de la que ya en el año de su publicación, en 1927, mucho se escribió al cuestionarse entonces la identidad de su autora. Y se trata asimismo de un texto atípico que se corresponde con el final de su relación con Valéry, relación de ocho años que acabaría en 1928 con la imposición por parte de ella en su testamento de la quema de toda su correspondencia con el poeta. 

A través de un estilo fragmentario, aparentemente precario, pero tajante y lleno de esplendor lírico, la mujer intensa que ella es se plantea la búsqueda del amor absoluto.  A partir de su alter ego Agnès, se despliega ante nuestros ojos una historia de amor y desamor, más deseado que real, “Amo, amo cuerpos que no he visto jamás”, en la que ella nos muestra el análisis sensible de su conciencia. Se dirige así a un amante que está por venir, “te entregaré las cartas en cuanto existas realmente”, a su amor de la dura sonrisa, al que fuerza a ser antes de tiempo, alguien a quien ya tiene sin tenerlo, para asegurar así que lo mejor de ella no se disipe “en la otra punta del mundo”. 

Y Agnès es también el abandono de la fe religiosa, “¿es esto el pecado original?”, para acogerse a una fe amatoria con la que dirige sus pasos hacia Dios, “soy portadora de Dios”, “amo a Dios más que a todas las cosas”, al unirse con el ser amado, “el alma querida, mi semejante”.

Pero sobre todo Agnès es la voz, la que sabe mirar dentro de su abandono y lo proclama  a los cuatro vientos; la que vocifera en medio del silencio el amor de su relación perturbadora con el poeta, la que proclama “Agnès soy yo” y “la amo como a mí misma” cuando tiene que defender su autoría frente a los que daban por sentado, se repite la historia, una vez más, que era obra de Valéry porque no se suele atribuir a la influencia de la luna el brillo del sol; la que sabe, en definitiva, que lo que no puede transformarse en noche o en fuego hay que silenciarlo.

Pozzi escribe para no morir de soledad, sí; pero también para analizar su inmenso dolor porque sabe que en la lucha interior, uno solo llega a lo más alto venciéndose a sí mismo.

ELDA  LAVÍN


Agnés

Catherine Pozzi

Editorial Periférica, 2014


EL BALCÓN DEL HÚSAR. Artículo publicado en Sotileza, de El Diario Montañés, marzo 19,  2021

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