No deja de llamarnos la atención, más que la pelambrera púbica que centra el motivo de su cubierta, el nombre de Simone de Beauvoir -como así debió de hacerlo en su primera edición francesa allá por el año 1964- a pie de prólogo en esta revisitada edición en español de “La bastarda”, la autobiografía de Violette Leduc de la mano de la editorial Capitán Swing en traducción de María Helena Santillán, hace escasamente un año.
Y es que sin duda no deja de sorprendernos el torrente emocional y profesional que se desató cuando Castor leyó por primera vez a la Leduc (Arras, 1907-Faucon, 1972), a esta mujer abandonada por la belleza a la que ya no pudo dejar de guiar y ayudar, abriéndole vías de relación o dándole a leer sus escritos al propio Sartre. La misma de la que afirmaría en una carta a Nelson Algren, su amante americano, “una mujer fea que está enamorada de mí, a la que jamás podría besar”. La fealdad física, la conciencia de su nulo atractivo, será tan solo una de las carencias que como una humillación la acompañaría toda su vida y que la obligaría a anhelar esperar la vejez “para calmar sus deseos sexuales”, insatisfechos en la juventud por tal motivo.
Y aquí enraíza todo. No sin antes cuestionarse si escribir o el silencio, si la Blanzy Poure o callarse, como declara en su “La folie en tête” (1970). La respuesta es, sin duda, escribir. Porque la autora existe cuando escribe, porque depender del vocabulario es existir, porque buscar la palabra justa es recogerse y concentrarse, y “ser una abeja feroz”. Ella ha dado con el Santo Grial de la necesidad, se ha unido a la comunión universal del poeta: la búsqueda de la palabra, de la exactitud verbal. Porque lo poético acaece al doblegar las vivencias y emociones ante el silencio, allí donde radica la revelación. Ya la Zambrano nos había dejado avisados de cómo el poeta usa la palabra para dejar que por ella hablen las sombras, para hacer de ella una forma del delirio.
Así Leduc recala, muy a pesar de que considera la expresión de recuerdos como una trampa para idiotas, en el género autobiográfico. La imperiosa necesidad de zambullirse en la memoria, de volver al pasado y construirlo hasta la recreación de un yo que se hace materia de escritura. Y desde luego cuando ella escarba allí, nos aterroriza sin posibilidad de redención. Difícil encontrar belleza, la encontrada por parte de alguna crítica, en ese estilo intenso de “bidet Luis XVI”, como ella misma lo describiría. El mismo estilo entrecortado, sin duda al dictado de una memoria dolida, que fascinó a la Beauvoir cuando la descubrió en aquel santuario de la Rive Gauche que fue el Café de Flore.
Entonces solo podemos imaginarnos a esa Beauvoir como el pájaro hembra regurgitando comida en la boca de su polluelo. El ánimo y el consejo de esta permiten la consideración de la escritura en Leduc. Y así brota toda esa amargura que llevaba en los adentros: la baja autoestima, los complejos, el malditismo de su infancia bastarda de un padre que nunca la reconoció (“los bastardos están malditos […] ¿Por qué no se ayudan entre sí? ¿Por qué se rehúyen? ¿Por qué se detestan? […] tienen en común lo más preciado, lo más sombrío: una infancia torcida como un viejo manzano”), la vivencia de la pobreza (“¿Por qué robaba yo? Porque éramos pobres y vivíamos racionadas”) hasta la eclosión de la avaricia (“la plata por la que me hubiera comido la mierda”), y una madre, Bérthe, tan anhelada como odiada al tiempo (“He sido el receptáculo de su dolor, de su furia, de su rencor. El niño retiene sin comprender”), que la instruye en el odio al hombre (“si surgía la sombra de un hombre, se la debía destruir caminando siempre sola, la mecánica indispensable del onanista”).
“Escribe como un hombre con una sensibilidad muy femenina”, le dirá Beauvoir a Algren a medida que la amistad entre ellas avanza y es estímulo de osadía en la escritura de Leduc. Su narración se hace enfrentamiento a todo el lienzo de fracasos de su pasado en la reconstrucción de un yo que es tanto más dramática cuanto que pretende escapar en la memoria de una vida de desperdicio.
Así al hilo de ese “lector, sígueme”, el texto deviene panoplia confesional encarnada en la soledad, en estados de locura, en los amores atormentados por Hermine, su maestra; Isabelle, su compañera de colegio (“la musa secreta de mi cuerpo era ella”) o sus amantes homosexuales (Maurice Sachs, el hombre con boca de mujer); o en la mostración de un erotismo, no provocador al decir de la propia Beauvier, de encuentros lésbicos descritos pormenorizadamente. Caminos todos que la arrastran a la amargura y al sentimiento de culpa de nacer: “He cometido la audacia, el cinismo, la injusticia de reprochar a mi madre el hecho de haber traído al mundo a un ser tan feo”.
Leduc se adentra en su propia alma y de su juicio examinador estalla podrido el desprecio hacia ella misma y hacia la condición humana. Si envejecer es perder lo que se ha tenido, ¿qué queda cuando no has tenido nada? ¿Qué queda cuando el puñal, como afirmara Ovidio, ya no encuentra sitio en la nueva herida?
Creo que del coqueteo con la palabra, con la palabra que da sangre al alma, queda, como apuntaba Zambrano, el prodigio de hacer hablar a las sombras. Y Leduc lo sabía.
La Bastarda
Violette Leduc
Editorial Capitán Swing, 2020
512 páginas
EL BALCÓN DEL HÚSAR. Publicado en Sotileza, de El Diario Montañés, febrero 26, 2021
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