20 de agosto de 2021

Kathy Acker: porno, sado y pulcritud



 


Si hoy es viernes, esto es el suplemento cultural Sotileza. Y si hoy nos vamos a acercar a la creadora de origen judío, personaje de la escena underground en los setenta, afecta al bodybuilding y al tatuaje, la que vivía de hacer striptease para costearse la universidad, la de la imagen transgresora e icónica impecablemente retratada en blanco y negro por el fotógrafo Robert Mapplethorpe, esa es sin duda la escritora neoyorquina Kathy Acker.

Mucho, y no muy bien siempre, se ha escrito sobre esta mujer del Upper east side, nacida en 1947, que reivindica la literatura francesa desde Rimbaud a Pierre Guyotat, a quien tradujo (como no podía ser de otra manera, recuerden su “Edén, Edén, Edén”), y que llegó a su apogeo escriturario con “Aborto en la escuela”, la novela que vio la luz en 1984 y que en España reedita la editorial Anagrama (en la colección Panorama, de narrativas) en 2019, prologada por Eloy Fernández Puerta (la traducción corre a cargo de Antonio Mauri). 

No podemos evitar contemplar “Aborto en la escuela” bajo la lupa de una novela de iniciación, el género que oficialmente para nuestra sorpresa nos legó el romanticismo alemán (¿qué pasa con nuestro “Lazarillo de Tormes”?). La idea de la vida como una carrera de superación de obstáculos y de desafío a los riesgos se nos aparece tatuada en la piel de la protagonista Janey Smith, la heroína adolescente, que, como ya vivieron Caulfield o Dedalus, arrostra un entorno familiar complicado. Sin embargo, para Janey, y a diferencia de aquellos, la vivencia de unas experiencias no asumibles y transgresoras estallan plenas de violencia en la conquista de su identidad. Así Acker nos inicia en el universo femenino configurando un explícito contexto de aprendizaje para su protagonista de diez años, que vive con su padre, a quien ama; él es su novio, su amante, y “folla con él a pesar de que le duele diabólicamente” porque ella tiene una
enfermedad de inflamación de la pelvis. Temas como la violencia, la agresión sexual o el aborto saltan de inmediato a una escritura que desvela la realidad contra natura de una relación paterno filial sobre la que se cierne el miedo de Janey al abandono cuando el Sr. Smith comienza una nueva relación amorosa con una joven starlet: “tengo miedo de que me dejes aunque ya sé que me he portado como una guarra, que he follado por ahí con quien me ha dado la gana”.

Hacía notar Lledó cómo la construcción de lo literario es producto de la emergencia del lenguaje interior del creador, cómo la escritura crece en busca de su sentido. Así ese lenguaje certero, que, de la mano de Acker, se vuelve extremadamente coloquial en los diálogos descarnados, se impone como forma de presentar la propia personalidad de la protagonista en el tablero de juego y enfrentarla a la experiencia de vida, que es experiencia de lo femenino. El cuestionamiento de la sociedad, en todos y cada uno de sus apartados, se expone como telón de fondo cuando comienza el peregrinaje amatorio de la protagonista tras el abandono de su padre. La relación de amantes que va desde el alcalde hasta Linker, el líder de la banda, se hila entre relaciones de violencia y sadomasoquismo, con resultado de aborto, y así surge la escritura miscelánea, la concatenación textual tajada a cuchillo en yuxtaposición de textos y registros de índole diversa. La novela se abre de este modo como espacio para la reflexión en la forma de esos saltos de tiempo y lugar (hacia Oriente o hacia el bajel pirata al final de la obra), los relatos underground, las citas, los excursos autobiográficos, o la técnica del cut-up, influencia reconocida por ella misma de William Burroughs. Con sus ensamblajes y collages, donde tienen cabida desde los dibujos de contenido erótico a los mapas (ahí está el detallado mapa de la ciudad de Mérida, Yucatán, en la que se desarrolla el comienzo de la novela), la autora nos da cuenta del carácter experimental de su obra cercana al arte conceptual, terreno donde lideró en los setenta a los artistas minimalistas del Village neoyorquino.

Asimismo como artista afecta a las performances feministas, ella convirtió la apropiación en práctica habitual porque al fin y al cabo, y así lo afirmó, “copyright significa derecho a copiar”. De resultas, en “Aborto en la escuela” reescribe y recrea un fragmento de “La letra escarlata”, la novela decimonónica de Nathaniel Hawthorne, como crítica a los valores reaccionarios de la sociedad burguesa. Y del mismo modo, incluye un poema de César Vallejo, o una alusión al caballo azotado hasta morir con el que sueña Raskólnikov justo antes de cometer su crimen, símbolo de la violencia extrema que preside la obra.

Miramos y admiramos a Acker como novelista de cabecera del Dowm Town neoyorquino en los setenta o como figura de la cultura postpunk en los ochenta (su obra primera conectó con los desencantados punks (ella lideró el grupo Mekons, en 1977) de la Inglaterra de Thatcher, donde vivió en esa década). Su obra se difundió como la pólvora en autoediciones en USA y Canadá y se la admiró en Londres y París como responsable de elevar la vanguardia neoyorquina a rango universal.

Acker murió de cáncer en 1997 en México y el regusto que en la boca nos deja su presencia en la contemporaneidad se asemeja mucho a lo que afirma en la descripción locativa de su novela: “Un pueblo pulcro que no se armaba líos con su vida, que sabía que estaba allí para una sola vida”. Ella sin duda supo siempre que estamos para una sola vida. 

Elda Lavín


Aborto en la escuela, Kathy Acker. Editorial Anagrama 2019

Publicado en Sotileza (El Diario Montañés) mayo 28, 2021


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