Uno de los errores más comunes a la hora de acercarse a la obra de Dostoievski, y así nos lo recuerda Reinhard Lauth, quizás el más importante de los estudiosos de su pensamiento, es la identificación de su visión del mundo con la de algunos, y no con la totalidad, de sus personajes. Grueso error sería, por tanto, creer encontrar plenamente al autor eslavófilo en el personaje de Memorias del subsuelo, el perturbador antihéroe protagonista de la novela.
Y sin embargo, por nuestra parte, es a ese espíritu, y a su autor, a quienes de manera identitaria remite, a nuestro modo de ver, la voz afecta a la destrucción que conduce la novela Asesinato, de Danielle Collobert, publicada en la editorial La Navaja Suiza (2017), en traducción de Pablo Moíño Sánchez. Un libro a medio camino entre la narración y el poema en prosa, cuya primera edición vino de la francesa editorial Gallimard en 1964, tras ser rechazado por Les Editions de Minuit.
¿Qué hay en esta voz que nos atrae hacia su adentro y hacia su afuera desde su desgarrador fluir de conciencia? Poco sabemos de Collobert (Rostrenen, 1940) a excepción de su querencia de la muerte, a la que llegó en 1978 en un hotel de la calle Dauphine de París, acompañada de una breve nota de suicidio que le confió a un íntimo amigo.
“Tengo la impresión de vivir una muerte”, expresa en uno de sus versos (publicados en España por la editorial Kokoro), que constituyen la consecuente prolongación de esa reflexión en torno a la vida y su contrario, la muerte, que es Asesinato. Dividido en tres partes, el libro ensarta como cuentas de un collar secuencias de impresiones, sentimientos o vivencias de una vida en camino a la descomposición, simbolizada bien en la anciana obesa que muere en el pasillo “detrás de mí, en un desplome de seda negra y satinada”, bien en esa afirmación de que sabe mucho sobre el asesinato porque inventa algunos cada día: “hago morir a distintas personas, no sé por qué exactamente”.
A través de una voz narrativa expresada en masculino, común a la primera y tercera parte del libro, el yo de la autora parece hacerse presente, como ya lo hiciera el del personaje de Dostoievski desde la misma sede del mal, pleno de exultante orgullo. Es un estado de conciencia en que el yo se hace mirada y busca; el ojo interior que descubre al ojo exterior para indagar en la realidad, para trazarse un camino. Una búsqueda arriesgada en medio de los hechos cotidianos pues “de pronto el vértigo me atrapa” y el dolor del sinsentido lo ocupa todo. Es el yo universal que está condenado eternamente a trazar caminos y, más aún, a trazar solo por el afán de construir sin importar adónde conduzcan: ¿es así que ama al tiempo la destrucción y el caos, como se preguntaba el hombre del subsuelo? Quizás por ello esa conciencia solitaria de Collobert en ocasiones elige el mutismo, la inmovilidad “porque las nuevas historias no son para nosotros, solo somos capaces de recomenzar nuestros ciclos continuos de pequeñas tristezas”.
Y continúa el enigma: ¿en forma de sueño o tal vez de alucinación? Con una profunda mirada de belleza sobre las cosas y muy a pesar de la crueldad de lo cotidiano, se reafirma la autora en que no puede prever qué va a permanecer dentro de sí puesto que “ya no tengo centro, ni integridad”, y lo acepta todo como algo necesario en medio de una realidad en la que de tanto en tanto “florece el frío de un cuchillo”. Collobert nos descompone así su intimidad, nos descorre su abismo cotidiano para mostrarnos el sufrimiento.
Frente a la primera y la tercera, en la segunda parte del libro la voz narrativa se hace femenina y masculina, se hace plural o se diluye, y las distintas secuencias cobran un ritmo más ágil solo para que la presencia de la muerte continúe siendo el catalizador de los sentimientos y emociones con que la autora interpreta la realidad y anuncia al tiempo su final de destrucción.
Nuestro hombre del subsuelo hace notar cómo el sufrimiento es el único motivo de la conciencia y, puesto que el individuo nunca renunciará a ella, no se apartará consecuentemente del mismo, de la destrucción y del caos. Así la conciencia de Collobert, siempre presta al movimiento, construye, eleva ese mundo desgarrado para nuestra contemplación sin posibilidad de apartamiento: “Entre los muros blancos/la misma angustia cien veces encontrada”, expresa ella en uno de sus poemas. Es en esa elevación de mundos sobre lo que no existe donde cifra Eliot precisamente su sentido de lo poético, el mismo que respira la escritura de esta autora.
Hay algo de susurro en la escritura de Danielle Collobert, una de las más potentes voces, y una de las más marginadas tal vez, de la poesía europea emergente tras la Segunda Guerra Mundial. Y hay mucho en ese susurro que nos recuerda al tono de lectura en voz baja y al oído que, según Auden, debía tener la poesía contemporánea. Y así, al oído, ella nos recuerda que nunca morimos solos, que uno siempre “muere asesinado por la rutina, por la imposibilidad”. Y quizás solo la radical belleza de su lenguaje minimalista nos redima ya de tanta certeza.
Elda Lavín
Asesinato, Danielle Collobert. La Navaja Suiza, 2017
Publicado en Sotileza (Diario Montañés) abril 23, 2021
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