Examinar con cuidadosa mano las
estanterías de la memoria en busca de aquel libro que nos leyó a nosotros más
de lo que nosotros lo leímos a él – labor esta, Steiner dixit, inherente a los
clásicos –, parece obligado llegadas estas fechas. Como obligada parece
asimismo la recurrencia a uno de ellos, el texto de los textos, aquel que el
idioma ha hecho más nuestro que de nadie. Porque ¿quién no recuerda la primera
vez que tuvo delante el «Quijote»?¿Quién ha olvidado al personaje desgarbado y
prescindible en el que Cervantes hizo albergar el sentido verdadero de la vida
que en sus páginas respira.
Por nuestra parte, encontramos en él, lejos
de una mera historia de caballerías, un manual de supervivencia, un «hágalo
usted mismo» en esa lucha con las cosas, léase con la muerte, que es el vivir.
Quijote consigue realizar el proyecto de vida que es él, la posibilidad de
existencia que quiere llegar a ser, es decir, Ortega en estado puro. Y para
alcanzarlo, para que aflore el héroe, tiene que despuntar asimismo el loco. Pero
no nos escandalicemos: es ese un proceso natalicio, esclarecedor, en el que
cobra sentido el «yo sé quién soy» del protagonista (cap. V, parte I), la
convicción de alguien que vive y siente, alguien que se aferra a la voluntad de
vivir, que toma las riendas de su destino y llega.
Y así nos conducimos desde entonces: sujetos
a las crines del tiempo, ponemos siempre rumbo a lo porvenir convencidos de que
nuestra armadura fiera, a fuerza de avisada y lectora, tanto más reflexiva y
humana deviene. Vivimos como leemos, a dentelladas, y tan sólo aspiramos a
poder mirar a la vida, cuando llegue la última derrota, con la dignidad de
haber aprendido a comprenderla. Quijote nos lo enseñó.
Elda Lavín
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