17 de agosto de 2015
26 de abril de 2015
QUIJOTE REVISITADO
Examinar con cuidadosa mano las
estanterías de la memoria en busca de aquel libro que nos leyó a nosotros más
de lo que nosotros lo leímos a él – labor esta, Steiner dixit, inherente a los
clásicos –, parece obligado llegadas estas fechas. Como obligada parece
asimismo la recurrencia a uno de ellos, el texto de los textos, aquel que el
idioma ha hecho más nuestro que de nadie. Porque ¿quién no recuerda la primera
vez que tuvo delante el «Quijote»?¿Quién ha olvidado al personaje desgarbado y
prescindible en el que Cervantes hizo albergar el sentido verdadero de la vida
que en sus páginas respira.
Por nuestra parte, encontramos en él, lejos
de una mera historia de caballerías, un manual de supervivencia, un «hágalo
usted mismo» en esa lucha con las cosas, léase con la muerte, que es el vivir.
Quijote consigue realizar el proyecto de vida que es él, la posibilidad de
existencia que quiere llegar a ser, es decir, Ortega en estado puro. Y para
alcanzarlo, para que aflore el héroe, tiene que despuntar asimismo el loco. Pero
no nos escandalicemos: es ese un proceso natalicio, esclarecedor, en el que
cobra sentido el «yo sé quién soy» del protagonista (cap. V, parte I), la
convicción de alguien que vive y siente, alguien que se aferra a la voluntad de
vivir, que toma las riendas de su destino y llega.
Y así nos conducimos desde entonces: sujetos
a las crines del tiempo, ponemos siempre rumbo a lo porvenir convencidos de que
nuestra armadura fiera, a fuerza de avisada y lectora, tanto más reflexiva y
humana deviene. Vivimos como leemos, a dentelladas, y tan sólo aspiramos a
poder mirar a la vida, cuando llegue la última derrota, con la dignidad de
haber aprendido a comprenderla. Quijote nos lo enseñó.
Elda Lavín
3 de abril de 2015
LA RENOVACIÓN COGNITIVA EN EL ARTE DE JUANJO VIOTA
LA RENOVACIÓN COGNITIVA EN EL ARTE DE J. VIOTA
Diversas son las formas en que el genio creador se enfrenta a lo
circundante para construirlo y reconstruirlo, pero sólo hay una para obrar al
modo en que Ortega sugiere que opera el artista auténtico, porque para el
filósofo el hombre que trae un nuevo estilo, el hombre que es un estilo,
engrandece siempre la realidad.
Y es que consideraciones como estas planean en la mente del observador a
la vista de la última propuesta expositiva de Juanjo Viota (Santander, 1964) en
la galería Espacio Creativo Alexandra, con Alexandra G. Núñez a la cabeza. Con
el nombre de FUERA DE ÓRBITA, la pincelada nítida y vigorosa del cántabro se
impone en esta cita a través de una docena de obras de inquietante perfil
figurativo, nacidas con conciencia plena de individualidad en ese territorio,
tan afecto a la creación auténtica, desde donde sólo es posible la comunión con
lo circundante. Se trata de imágenes poderosas que nos dan cuenta de una
existencia no irreal por subjetiva y que se exponen ante nuestros ojos sólo
para darle la razón a Emerson cuando afirmaba que el mundo es de aquellos «que son capaces de penetrar tras su
fachada».
Condensa la representación objetual de Viota un escenario que se vuelve
hacia la memoria, el sueño, el mito o la ciencia ficción: se trata de espacios
todos ellos primigenios, nutricios donde el creador encuentra materiales propicios
para sus fines de elaborar símbolos reveladores de una realidad otra. Se muestra ahí si bien fiel a estos ámbitos a
los que nos tenía acostumbrados, sí novedoso, no obstante, en cuanto a los
temas y a cierto tratamiento formal: toda vez que el cántabro abandona la
temática femenina, sus protagonistas ahora parecen habitar la pista central del
circo de la realidad: ahí están el funámbulo que ejerce desde las alturas, la
joven contorsionista que se retuerce hasta el descoyuntamiento entre las ruinas
o el maestro de ceremonias que todo lo llena con su gran sombrero de copa. Es
una realidad que adquiere pátina de densidad, tonalidad existencial, muy a
pesar del vital colorismo, cuajada en la desestabilizadora confrontación entre
realidad y ficción.
No nos cabe la menor duda de que hay algo prometeico en el obrar de este
artista que ha robado el fuego de Zeus para dárselo a sus criaturas, unas
criaturas que dejan tras de sí su superficialidad de belleza al uso sólo para
apuntar a un sentido oculto de las cosas. Es esa la quiebra con la que Viota no
hace sino ratificar, como lo hizo Adorno, la función epistemológica del arte en
lo que tiene, a partir de las Vanguardias sin duda, de forma de (re)conocimiento: la genuina
experiencia estética rompe la familiaridad que ha hecho posible que el hombre
se engañe sobre lo extraño. Es finalidad del arte –puesto que parece opinión
consensuada por la contemporaneidad esta de pedirle cuentas a la disciplina– la
del asombro; el arte debe asombrar para hacer nuevo el mundo sin
distorsionarlo. Con Viota el espectador entrega así su mirada a la inusual
incitación de unas imágenes de textura lúdica, provocativa y aun transgresora
de lo lógico, o analógico, circundante.
Es esa introducción, o reintroducción, de un objeto de representación
extraño e ilógico –aspecto que le sitúa, por otro lado, muy en la línea de creadores
como Delvaux o Magritte, producto ambos de una deriva menos radical del Surrealismo–
la que pone ante nuestros ojos personajes llevados a ámbitos limítrofes: es el
funámbulo que obra su espectáculo planeando sin alambre sobre las cosas, en
“Conexión inalámbrica”; es el hombre que oculta parcialmente su rostro tras sus
manos cosificadas, en “La sonrisa imposible” o el extraterrestre que se asoma por los
tejados circundantes para contemplarnos, en “Poca cobertura”. Personajes todos
tras los que se extiende el telón de fondo de una barroca confrontación de
elementos contrastados, que, lejos de adquirir tintes dramáticos, toman su sentido
en las leyes dialogantes del collage sin sutura, y de ahí el mundo de la
naturaleza, simbolizado en su recurrente rinoceronte, frente a la arquitectura tubular
industrial –“Almas gemelas”– o el ensamblaje de lo humano y lo animal en la
joven que se funde con su perro en una suerte de balsámico abrazo en “Sueño
compartido”.
Los personajes de Viota son hombres y mujeres extrapolados de la
cotidianeidad inmediata, que buscan el sentido de su existencia transitando por
una arquitectura física de tratamiento teatral y cinematográfico, con
predominio de estructuras urbanas, donde la variación de escalas nos sitúa
inopinadamente ante una jerarquización intensificadora de nuestra capacidad de asombro,
una jerarquización que ya no es sólo de temas o de personajes, sino ontológica.
Tal es así en “Vigilia”, donde una, en apariencia, recuperada Alicia de Carrol
ha crecido hasta límites insospechados sólo para permitir a su creador, y
asimismo al espectador, reclasificar aspectos significativos del espacio y del
tiempo, que le dejarán, nos dejarán, comprender y asimilar secretos de la
realidad. Son personajes animalizados o reificados, seres en definitiva que
sobrellevan su humanidad bajo la máscara, que imponen su presencia a golpe de
trazo pictórico contundente, tanto al óleo como a la aguada, para dejar posada
en nuestra retina una vibración de inquietud ante el mundo que representan, un
mundo que, en Viota, se encuentra en perpetuo estado de confrontación con la
imaginación.
Sin duda Viota se ha salido de su órbita para indagar en las zonas
oscuras del inconsciente y sin duda nos permite mirar lo que hay tras la
emersoniana fachada.
ELDA LAVÍN
Artículo publicado en el suplemento Sotileza de El Diario MontañesViernes, 3 de abril, de 2015
23 de enero de 2015
EL OTOÑO DE LA CONCIENCIA
“Los días son heridas de muerte”.
Tales palabras, contundentes donde las haya, dejan sobre el tapete toda una
declaración de intenciones que, verso a verso, nutre este “Imaginario de otoño”,
último poemario del cántabro de acogida Jesús Cabezón, que ve la luz con el
sello de Ediciones Valnera, a cargo del infatigable Jesús Herrán.
Cabezón (Palencia, 1946), quien
nos ha acostumbrado en los últimos años a sus comparecencias escriturarias (recordemos
su recopilación de artículos de 2010 “El mundo que sentí cercano”, de la mano
de la también cántabra El Desvelo ediciones), se muestra ahora ante el lector con
voluntad de inventario, de friso existencial en el que sin solución de
continuidad, como se observa en la ausencia de una estructura partita en la
obra, da cuenta de su presente. Extraordinario
en su lucidez, consciente de haber atravesado ya el “mezzo del camin”, que metaforiza
con el viejo (y siempre nuevo) símbolo del otoño que da pie al título, el poeta
despliega a lo largo del libro el torrente meditativo de un yo que cuestiona su
existir, encaminado como está hacia lo inexorable de su destino.
Para él la formulación de este
imaginario otoñal pasa por dar cuenta de todo un ideario existencial y poético:
ahí está la angustia por el paso del tiempo porque “Miro hacia atrás desde los
espejos del miedo/y descubro que he agotado demasiados tiempos previsibles”.
Así la incertidumbre de vivir (el término “miedo” se repite significativamente
en la obra) apunta a la memoria como una, si no la única, capacidad redentora
de la existencia a la que él se aferra con convicción, memoria que vuelve los
ojos a la infancia en su intento de recuperar la esperanza de vivir puesto que
entonces “no me robaban mi realidad y mis sueños”. El pulmón de los recuerdos respira
al compás de la reivindicación de una conciencia individual, que se hace moral en
tanto que inquiere, duda, increpa al poder balsámico de la escritura o se
debate entre la razón y el deseo.
En efecto, abordada desde una inquieta
serenidad, la relación amorosa se constituye en uno de los ejes temáticos del
libro, como así lo ha sido del conjunto de la obra del poeta. Cabezón se apoya
en la amplitud de recorrido de un verso largo para perfilar aspectos de la
intensidad emocional de una pasión más soñada que vivida, del maridaje amor deseo
(reivindicado éste en la referencia culturalista a la figura de Marilyn) o, en
definitiva, de la caducidad de ambos como “un instante de capricho”, a
sabiendas de que es ese instante el portador de senderos infinitos.
Si bien es cierto que nos
encontramos en este libro la exposición lúcida, sin duda, y amplia de lo
humana; no lo es menos que cumple con el gran requisito, según Auden, de lo
poético : “Alabar su propia existencia y su acontecer”. Que así sea.
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