Hay mucho de acto ceremonial –y así lo he dejado entrever con anterioridad en estas mismas páginas –, de ritual confirmador de una fe, en el solitario gesto de acercarse a una obra de arte para contemplarla. Y tanto más cuanto que en el ademán se concitan silencio y complicidad a la hora de atravesar el espacio diáfano de la santanderina Galería Juan Silió para acercarse a la última propuesta creativa del pintor Ricardo Cavada (Pontejos, 1954).
Por nuestra parte, acudimos siempre expectantes a la llamada del acto creador, aunque sabedores, eso sí, de lo precario de una concelebración que viene revestida del sentimiento de la melancolía. Para Adorno, en sus de todos conocidas reflexiones "dañadas", la imagen más pura de ese sentimiento nos la da el cuento de Blancanieves: se trata de la melancolía de la reina que contempla la nieve a través de la ventana con el deseo de que su hija sea como la viva e inanimada belleza de los copos, como el luto de la noche, como la sangre de su pinchazo. Es ciertamente melancólica la contemplación de lo bello cuando, como en el caso de la reina que muere en el parto, quien lo hace está abocado al acabamiento.
Y es precisamente a ese territorio de conmovida reflexión adonde nos lleva la última propuesta creativa de Cavada. Encontramos una vez más en sus lienzos el desarrollo coherente en la búsqueda, en la indagación, de un lenguaje con el que poder dar cuenta de la realidad y por extensión de nosotros mismos. Hemos creído siempre a pie juntillas en la idea de una actividad artística que, si creadora, modifica la forma de su artífice de conocer el entorno; y hemos aprendido de la mano del gran Duchamp y la estética de la recepción cómo la obra ha de ser el medio necesario para el diálogo espectador autor.
También el cántabro cree en ello, bien pertrechado como está para entrar en el campo de batalla. Porque nadie mejor que él sabe que lo más certero de la munición que posee es, sin duda, el color. Su progresiva tendencia a la monocromía nos sitúa ahora ante un espacio pictórico de nueva entidad: allí rojos y negros (de sangre y de profundidad de la noche en nuestra personal lectura de Blancanieves), azules y granas se vuelven exultantes de emoción. Una suerte de fuerzas encontradas dialoga en toda la superficie del lienzo mostrando la riqueza de matices que va desde la plena opacidad –especialmente dramática en algunos negros – hasta la casi disolución matérica. Y es en el espacio enmarcado entre esos dos ejes, abigarrado de sinuosidades y sugerencias, donde se nos revela la plena condición del artista: nos referimos a ese ejercicio de alta costura que es el arte y nos referimos a su misión esencial, que es vestir la nada.
Cavada va así hilvanando un atavío que tiene mucho de Baudelaire cuando en su de sobra conocido elogio de la pintura de Delacroix afirmaba que "el color piensa por sí mismo" con independencia del objeto que recubre. Con ello el poeta hacía referencia a la amplitud en el mostrador de los sentimientos que habitaban, y habitan, la atmósfera colorida del pintor, al tiempo que dejaría líneas abiertas para que un siglo después cobrase sentido la obra de Mondrian, Richter, Motherwell y sobre todo Rothko. En efecto, de este último, del Rothko posterior a 1950 con quien Cavada tiene contraída alguna que otra deuda, llegamos a la convicción de que había creado un nuevo cromatismo.
Sin embargo, fiel a sí mismo, no renuncia el artista al recurso a la ortogonalidad, una geometría que, en palabras del crítico Juan Manuel Bonet, es directamente heredera de Mondrian. Así la línea recta, cuando se torna horizontal en el lienzo, deviene dramáticamente tajante en la delimitación de espacios antagónicos: es el punto límite entre lo matérico y lo evanescente, pero también entre lo emotivo y lo racional, entre el ser y su sombra.
Hace notar Bachelard cómo el impulso creativo se nutre de lo extremo de sus imágenes bajo el imperativo de no reducir nunca dicho extremismo. Todo creador ha de buscar el peligro, un peligro que no tiene que estar por fuerza fuera de sí mismo: ¿Acaso el territorio por donde el pintor desliza sus pigmentos no es en sí ya territorio peligroso? ¿A fuerza de ser eco de dramas íntimos, no se tiñe cada pincelada con la tintura de lo dramático? Por lo que a nosotros respecta le otorgamos al arte, le exigimos, la peligrosa responsabilidad de inocular en cada espectador el veneno de la melancolía. Sabedores como somos de cuál será nuestro fin, deberemos saber también que si el arte nos conmueve, es porque nos lleva a territorios de la realidad que nos son desconocidos.
El otro día en la Silió nos hemos cruzado un instante en la puerta al entrar con la buena reina, madre de Blancanieves: no nos ha sorprendido que por su rostro de viva e inanimada belleza de copo de nieve se deslizara una melancólica lágrima de emoción…
El Diario Montañes (Sotileza) (15/3/13)
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