Hacía notar Agamben, allá por el año 1970, cómo aquella premisa kantiana de que lo bello es un placer que nos agrada de modo "desinteresado" se vería refrendada, inquietantemente refrendada, y a no más tardar, en el arte contemporáneo. En efecto, para la profundidad de diagnóstico crítico que supuso "El hombre sin contenido" –meritoria vigencia la de un texto que sobrevive bien al paso del tiempo y al conjunto de las numerosas publicaciones al respecto–, ese desinterés presente en el placer estético sólo puede ser entendido si primamos el punto de vista del espectador sobre el del creador; lo que es tanto como decir si arrinconamos el peso específico de éste, en favor del de una entidad en la que entrarían a formar parte, y no siempre a la misma altura jerárquica, desde el simple contemplador hasta el critico más sanguinario. Nadie puede negar a día de hoy, como bien ha certificado el pope Danto, el radical cambio en el sentido del arte contemporáneo: su naturaleza institucional, su condición de "res" pública, la casi reducción al absurdo de su "arte es lo que la sociedad denomina como tal" – ahí estaba la mítica "Brillos’s box" en la década de los 60 –; por no mencionar su peligrosa inclusión en la denominada industria cultural de masas, con su no menos peligrosa, y sí muy rentable, gestión tecnológica.
Sí, resulta difícil sustraerse a la idea de negociación con el espectador en asuntos artísticos, como asimismo sería imposible no aceptar que la obra resultante de ese nuevo arte tenga que medirse más en un cierto estatus conceptual, que en el de sus propias características materiales. El objeto artístico se nos impone así en los tiempos que corren, con afán de resistencia, de superar lo consabido para, atravesando la capa de roña que cubre la realidad, llegar a su núcleo elemental.
Y es precisamente a través de esta lente como queremos, como habremos de mirar "Singles & Couples", la última de las propuestas que el creador Eloy Velázquez ha llevado, de la mano del incombustible Juan Manuel Puente, a Robayera, en Miengo, la sala que con este inicio de temporada 2012 celebra su 25 aniversario.
Tras su comprometido "Desde el sur del silencio", el grupo escultórico expuesto sucesivamente en El Palacete del Embarcadero y, posteriormente, en el Paraninfo de la Universidad de Cantabria durante 2011, Velázquez regresa ahora pleno de convicción para mostrarnos, en apenas ocho propuestas, la diversa posibilidad de desarrollo en torno a una reflexión: se trata de este "solteros & emparejados", una suerte de dieciochesca vitrina de curiosidades donde asomarse a la complejidad del arte amatoria del individuo contemporáneo.
En su conjunto la muestra aparece ante nuestros ojos como una sólida formación coral donde rostros, gestos y miradas se encuentran y se cruzan, trenzan y entrelazan el espacio de una cotidianidad que nos resulta familiar. La ambición en el proceso creativo de Velázquez no tiene límite y rozando tangencialmente el territorio del minimalismo o del "serial art", nos atrapa con lo que a nuestro modo de entender es su propuesta estrella, la instalación figurativa "Singles", que da título a una parte de la muestra. Sobre el marco anecdótico de una cita galante, una cita a ciegas, los diez personajes de un retablo seriado –hombres y mujeres solteros – convocan al espectador a la representación de lo vivo con todo su dramatismo. "La noche y el vino perturban el juicio sobre la belleza", rezan unos versos del "Ars amandi", la de todos conocida panoplia de consejos que Ovidio realizó para la seducción. De ahí que sólo una "Mesa de Dionysos", plena de alcohol y sugerencias, pueda actuar de eje y mediación entre los amantes.
Ciertamente, hay algo de presencia perturbada en este cortejo de gestualidad sin cuencas oculares, de sensualidad ebria focalizada en la yerta carnalidad de los labios del dipsómano, que no es sino impotencia a la hora de enfrentarse a él mismo y su entorno. Resulta paradójico cómo sobre el producto de tal mostración vivencial se nos antoje que planea la ausencia de sonido, una ausencia que viene de muy lejos y que en Bachelard se vuelve sinestesia cuando nos recordaba en boca de aquel verso del gran Milosz, "qué viejo el olor de ese silencio". Sí, porque es un silencio que llevamos pegado a la entraña, que lo hemos llevado siempre, y por ello, al situarnos frente a este gran friso del abandono, tenemos la sensación de observarnos a nosotros mismo como borrachos, como lunáticos desolados, como personajes peripatéticos en medio de la autopista de la nada, un territorio que tiene mucho de lo que Augé denominó los no lugares, espacios cuya razón de ser es la del mero tránsito hacia otra parte, o quizás, precisamente, hacia ninguna.
Pero Velázquez no agota su pintura de posibilidades amatorias y ahí está esa "Diva acaparadora de susurros ardientes", hermosa bajo las quiebras de la madera que son su piel y enigmática como una mantis religiosa, más sensual si cabe en la aliteración de su nombre; dictadora, en fin, de un reino donde el sexo se resuelve en los recodos de las sombras. Así, ella, y sólo ella, habría de estar en el centro de la mirada del amante lascivo, el que certifica el instinto bajo las leyes del lupanar, elevando el impulso erotómano a la máxima potencia allí donde se radiografían las entrañas de la soledad.
Y es que de eso se trata precisamente: el alquimista que hay en Velázquez trabaja y manipula –en su sentido etimológico– lo inerte para descubrir una dimensión otra de la realidad; la madera, la piedra o, en menor media, el poliéster cobran densidad de humana piel en sus "Amantes erosionados", "Amantes fosilizados" o, incluso, en "Busca tu perfil y contacta"; y, entonces, la materia deviene espacio para que la conciencia inteligente reflexione – hay aquí siempre una impronta moral – sobre la soledad y la falta de comunicación, sobre el propio yo y sus relaciones con el entorno; o lo que es lo mismo, sobre la variedad de relaciones en el cortejo amatorio, que no es sino subcategoría dentro del hiperónimo de la comunicación interpersonal, ya de por sí banalizada en el presente que habitamos. Hablamos de la pérdida del yo y de la deshumanización que tal pérdida lleva implícita, hablamos de la disolución del espacio y del tiempo en donde ellas se han generado; aunque, en cierta medida, de lo que queremos hablar es de aquello que Rothko consideraba elemento esencial para la creación artística, que no es otra cosa que la preocupación por la nada, porque ¿no es, en definitiva, la intimación con la muerte la verdadera finalidad del arte y, así, la del arte contemporáneo?
ELDA LAVÍN
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