3 de marzo de 2024

Bella Pincelada

Pobres criaturas': Fecha de estreno, sinopsis, reparto y tráiler

  A propósito de Pobres criaturas, de Yorgos Lanthinos, USA, 2024, Rosario de Gorostegui comparte con nosotros su crítica cinematográfica:

Este director griego nos transporta a la imaginación en cuanto se abre la puerta de una extraña casa. Hay danzantes en el cielo de su boca que sortean los jugos y ascienden en una burbuja de aliento. Se escapa la vida; así de loco es el mundo deforme que vemos a través de la mirilla que como un objetivo panorámico o un ojo de buey nos incrusta en el camarote del barco o en la habitación de un prostíbulo en París. La distorsión esperpéntica de los personajes (la dueña del prostíbulo, los animales “cosidos”, como ella misma, Bella, y el científico Baxter) nos lleva a un universo surreal en el que la deformación arquitectónica, su plasticidad curva, facilita el recorrido entre callejas, arcos, escaleras interrumpidas como edificios imposibles de Beomsik Won o la fusión de la azulejería árabe con los grabados de Escher.

Y todo esto es el decorado de un viaje iniciático, la aventura de una niña en un cuerpo de mujer, construcción que arma el argumento para ir explicando el origen hasta un final que cierra la historia como un cuento bien cosido. Y como toda historia de ficción, se admite la historia con sus reglas: es verosímil cómo se encajan las piezas y no nos preguntamos más. Quizá por eso cuando aparece el sentimiento de familia o su intención de casarse con alguien que la quiere, se produce la humanización de los muñecos, un sentimiento que recuerda a Pinocho con Geppetto. Al volver donde su padre que la cuidó y la quiso de forma generosa frente a la falta de vínculo con el monstruo que fue su marido y acaba convertido en un hombre con cerebro de cabra como acto de justicia. Los temas de la familia, la sexualidad o el amor se tratan bajo el paraguas del cuento, de lo irreal y lo excéntrico; por esa libertad para actuar y hablar sin límites y sin prejuicios es por lo que también la ética los pierde en cierto modo, o los mueve priorizando su felicidad y la de sus seres cercanos y queridos, de los que se rodea.

En un ambiente rico, lujoso, modernista, orgánico, onírico, el doctor Baxter nos introduce en la Lección de anatomía, de Rembrandt, tal y como lo hizo Nicolaes Tulp en el siglo XVII, y nos enseña con detalle cada corte, instrumento y músculo en una obra documentada que él mismo ilustró.

Bella indaga sin límites y sin piedad, no la detiene ética alguna lo que queda justificado por estar en una primera fase de su crecimiento mental y social. Todo en ella es virgen: sus pasos torpes e inseguros, sus juegos peligrosos en el tejado, su deseo contrariado, su sexualidad... Solo fuera, en el mundo, lejos de su benefactor- creador, podrá aprender. Por eso, busca con intuición, inteligencia, curiosidad y practicidad lo que resuelva sus necesidades. Atenta a su cuerpo y hambrienta también del conocimiento, encontrará relaciones sólidas en sus distintas etapas. Es en ese viaje iniciático en el que se forma como persona con criterio, hasta un momento en el que apreciamos sorprendidos que ya no trastabilla al caminar sino que ha aprendido a caminar estable y también lo son sus deseos cada vez menos erráticos. Mientras tanto, se llena la escena de excesos: comida, sexo, colores, mangas abullonadas, volantes, telas satinadas y tules, y asistimos al metasueño en blanco y negro, cuando la ficción lo es aún más, dando una vuelta de tuerca a lo imaginado. Más poesía en la ya pincelada poética de Yorgos Lanthimos.

Rosario de Gorostegui

7 de enero de 2024

Terra nullius







Hacía notar Thoreau, ese” inspector de ventiscas y diluvios”, lo pegados que estamos a la tierra y lo pocas veces que ascendemos. Cómo no vemos más que las flores a nuestros pies, en los prados, y desatendemos a los pinos, esas humildes coníferas que desarrollan sus delicados brotes eternamente cada verano en las ramas más altas de los bosques.

Así nuestras ideas (las de algunos más que las de otros), nuestros pensamientos libres de toda consigna, han dejado de volar alto, han abandonado su vocación de cielo para alcanzar el paso del pollo de corral. Hemos autodevastado nuestras mentes para alimentar hogueras de ambición, de vacuidad, de demagogia, de falta de conciencia crítica…Reclamo a aquellos gigantes a hombros de quienes eramos enanos con vocación de superación.

3 de abril de 2022

Un paseo junto a Cervantes a orillas del East River


Siempre recordaré la última vez.  Porque nunca olvidamos las despedidas. Fue el 4 de noviembre de 2002. Él se subía a la tribuna de nuestro Ateneo de Santander, él, acompañado de su bombona de oxígeno y su respirador, ofreciéndonos el rostro más amable de las ya muy deterioradas dificultades respiratorias de su enfermedad. Él, José Hierro, `Pepe´ para el grueso de la tropa que le hizo suyo, presentaba, junto al profesor Carlos Galán, los materiales que la profesora y arabista Dulce López-Baralt había materializado en dos volúmenes: “Guardados en la sombra” (inéditos en prosa del primer Hierro) y “Entre libélulas y ríos de estrellas: José Hierro y el lenguaje de lo imposible” (imprescindible aproximación a la obra poética última del autor). El poeta fallecería mes y medio después y toca ahora (nació en Madrid en 1922) el momento de homenajes y recuerdos centenarios.

Hablar del Premio Cervantes es, al menos para mí, hablar, en principio, de una ejemplar trayectoria poética nunca estancada, siempre en progreso muy a pesar del silencio de todos conocido.

Una trayectoria cuyo km cero bien podríamos establecer en ese poema “Generación” -“Tierra sin nosotros”(1947)-, que da fe de la experiencia de la guerra civil y de cómo los sueños, los propios y los de sus contemporáneos,  hubieron de ser arrojados a un pozo “de agua estancada y silenciosa”. Hierro perfila aquí al poeta que quiere ser, el que se chapuza en lo histórico circundante, el que hace suyo el mundo que es suyo para verterlo en cada poema. Él va a acometer la renovación de la poesía española del primer tercio del siglo XX asumiendo que de esa crisis identitaria solo un nuevo lenguaje deviene: “y les pusimos a las cosas/ nuevos nombres”. Él, que no se consideraba un poeta sublime, más bien de la “clase media poética”, en su contemplación de esa nueva realidad aboga por la belleza de la palabra que no es recargamiento ni imaginería, sino musicalidad (portentoso eneasílabo) y adecuación forma- contenido apegada a la intensa emoción de lo humano. 

El yo poético que emerge de aquí, el que se cuestiona su identidad y la de otros como él, el que cuando habla de sí mismo, habla de los demás, y no de un nosotros circunstancial, solo puede ser, en sus propias palabras, poeta testimonial. Y así se muestra en “Quinta del 42” (1952), que es a su vez acercamiento y superación de tal marchamo poético. Superación en lo que tiene de progresivo abandono de la descripción objetiva de la realidad para abrigarla con oscuras construcciones simbólicas: “No te pidan/ luz. Mejor en la sombra/ amor se comunica” (“El libro”), donde el tema del tiempo adquiere cuasi protagonismo exclusivo “Se ha roto el tiempo y la tristeza. Reina/ la eternidad viva” (“Plenitud”).

De hecho, es en 1962 cuando, en el prólogo de la publicación de su obra completa hasta el momento, nos habla de los dos caminos, de todos conocidos, de su poesía: el “reportaje” y las “alucinaciones”, dos caminos que estaban ya perfilados en “Quinta del 42” y que el poeta matizará con el paso del tiempo: si aquel era la narración de una historia finita y racionalizada con anterioridad, estas son poemas en construcción, “como envueltos en niebla” puesto que las emociones se escinden de los hechos que las provocan. 

Nunca en oposición, de la dialéctica integradora de ambos términos se nutre la trayectoria poética del poeta, que en 1964 publica el “Libro de las alucinaciones”, poemario de tono irracional que incorpora notas innovadoras a la poesía del momento. Y así, en el poema “Marina impasible” el mar permite al poeta un viaje espiritual hacia el éxtasis:

…presente inmóvil-sin recuerdos,

    sin propósitos-, soy ahora.

   Todo está sometido a un orden

   que yo no entiendo. Pero embarco

   en la nave, y el marinero

   me dirá su cantar más tarde,

   desde el éxtasis…

 

Frente al mar, su yo se diluye en lo real, se evade del tiempo para experimentar el presente inmóvil, que no es sino trasunto del instante eterno, un ahora sin límite, sin pasado y sin presente: cuando la conciencia se desliga de la razón, el alma triunfa sobre la muerte. Para Hierro, igual que para Badiou, el poema piensa y encarna como nadie la comunión entre pasión y reflexión: el alucinado oscuro secreto y el razonado rigor reflexivo.

Y el poema abre también caminos en la nieve hacia “Cuaderno de Nueva York”, Premio de la Crítica -en 1998, año de su publicación- y Premio Nacional de Poesía (1999), poemario superador -o quebrantador al decir de algún crítico- de la dicotomía imperante en el momento entre la poesía de “voz lógica” y la de “voz órfica”.  Hierro logra integrar ambas vías -muy, muy enfrentadas entonces, como es sabido- y logra, por un lado, borrar de su currículo la injusta adscripción a la poesía social y, por otro, la necesaria reafirmación de la palabra justa que diga, exprese y sugiera, “porque el poema ha de ser seducción” y si no, no vale. Hierro vivía para la poesía, era su destino y siempre se preguntó por él “¿Quién fue el hijo de puta que me desafió y yo acepté el envite?”.

Pero Hierro es por encima de todo realidad alucinada o alucinación real, es:

 

…Alguien espera. El viento 

Amansa el agua del estanque. Pienso

en lo que pensará de mí la imagen

que me contempla.

 

Y aquí, señores, deja su poso la realidad según Cervantes. Amén.


Elda Lavín

En el centenario del nacimiento de José Hierro.

Artículo publicado en el suplemento SOTILEZA, Diario Montañes. Abril 1, 2022.

1 de enero de 2022

Lucia Berlin: la verdad tiene ojos azules





“No muestres tus sentimientos, no llores, no dejes que nadie te conozca”, resaltaba en una entrevista Lucia Berlin (Alaska, 1936) haciendo alarde de un exquisito control a modo de ideario existencial con que dar cuenta de toda una trayectoria literaria que solo sería reconocida tras su muerte, en Marina del Rey, California, en 2004. Una trayectoria la de esta mujer de magnética belleza rubia de ojos azules que va desde la cruda batalla contra el alcohol, sus tres fallidos matrimonios (el tercero con Buddy Berlin, saxofonista de jazz y adicto a la heroína) y cuatro hijos antes de los treinta, la docencia en la Universidad de Nuevo México, donde previamente había sido alumna de Ramón J. Sender, y asimismo en la de Colorado; la publicación de sus primeros escritos en medios como The Noble Savage, la revista de Saul Bellow; hasta su muerte como consecuencia del cáncer de pulmón que padecía y, finalmente, la publicación del total de sus cuentos en tres tomos en la editorial Black Sparrow (la misma de Bukowski, para más señas).

Berlin es el producto roto de una madre alcohólica, que tuvo desatendidas a sus hijas y acabó suicidándose en 1986. Y de toda esa experiencia de vida, de toda esa vida imperfecta, la expuesta en el lienzo de la memoria de la infancia y la que habría de venir, habla en sus narraciones, plenas de verdad: “Mi madre escribía historias verdaderas, no necesariamente autobiográficas”, afirma su hijo Mark Berlin.

La prosa desnuda de la autora, descarnada por todo lo auténtico que conlleva, da cuenta de vidas no cómodas, de existencias dolorosas de personajes por cuyas venas corre tinta destilada de las lecturas de Chéjov, Carver, Bukovski o W. C. Williams. Y de aquellos polvos vienen estos lodos, de allí viene nuestro “Manual para mujeres de la limpieza”, publicado en la editorial Alfaguara, en 2016, en traducción de Eugenia Vázquez Nacarino y prólogo de la escritora Lydia Davies (ex de Paul Auster por demás). La recopilación de historias que obtuvo el American Book Award en 1991 devino en nuestro país libro del año según el suplemento cultural Babelia (tómenlo ustedes como quieran) y nos descubrió esta escritura de sintaxis pausada y palabra precisa (la anhelada “mot juste” de Flaubert) con que dar cuenta de una realidad en la que parece, y solo parece, que nunca pasa nada. Una realidad remedo de la suya propia en relatos como “Carmen” donde la protagonista, embarazada de su tercer hijo, afirma de su marido adicto a la heroína: “Supe con una certeza repugnante que si él tuviera que elegir entre los niños y las drogas, elegiría las drogas”. O como “Mamá”, en el que la narradora hace acopio de innumerables notas dirigidas a ella de otros tantos intentos de suicidio de una madre alcoholizada que juega al póquer con curas jesuitas y “Culpaba a los papas que habían hecho correr el rumor de que el amor hacía feliz a la gente” al tiempo que la insta a “Nunca te cases por amor” y aun más “Hagas lo que hagas, no procrees”.

La de Berlin es una escritura sin retórica, translúcida, de textos escritos en primera persona, vida doméstica y personajes imperfectos, que se mueven en espacios imperfectos como el Albuquerque de “La lavandería Ángel”, de comercios destartalados, chatarrerías, locales de segunda mano y pensiones para parejas y borrachos. Allí la narradora conoce a Tony, el jefe apache jicarilla alcohólico que ahoga en Jim Beam la muerte de dos de sus cuatro hijos mientras hace la colada y se lamenta de todo lo perdido: ¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe de la tribu apache, mierda! Porque es la querencia de lo perdido, o de lo que no se ha encontrado todavía, la nota que mejor define esta galería de personajes huérfanos. La propia Berlin nos relata, no sin cierto tono de nostalgia, en “Bienvenida a casa” (Alfaguara, 2019) su inacabado libro de memorias, cómo fue su adolescencia en Santiago de Chile: “Yo era muy bonita, llevaba ropas preciosas y todas mis amigas eran igual de frívolas y consentidas”.

Mucho se ha hablado sobre el parentesco de Berlin con el Realismo Sucio y su primordial tratamiento de lo cotidiano. Ella misma reconoció que la afinidad de estilos se debía a la similitud de los orígenes de sus creadores. Y sin embargo, la autora toma la delantera a Carver en el estudio de los personajes femeninos, mujeres que para ella son fuertes y determinativas, que aman y sufren, compasivas ante ciertas derivas de lo humano; pero sobre todo implacables con los pecados de omisión y desapego de los progenitores. Y ahí está la narradora de “Mamá”, para quien no cabe la posibilidad de reconciliación con la madre maltratadora, la misma que la llama “mala semilla” y a la que se enfrentará finalmente con un contundente “Yo…no tengo compasión”. Mujeres perfiladas siempre con un toque de humor, sutil, aunque negro para la crítica internacional, que nos ofrecen protagonistas como la del relato que da título al libro, la mujer de la limpieza que frente a las acusaciones de hurto contra su gremio, ella reconoce que lo único que roba son somníferos porque “Los guardo para un día de lluvia”.

En definitiva, Berlin, como bien ha dado cuenta en una entrevista: “Solo escribo lo que me parece que parece verdad, emocionalmente verdad”. Porque para ella cuando hay verdad emocional, a continuación siguen el ritmo y la belleza de la imagen. Ella, de la vena de los que perdieron el idealismo, aprendió en Cervantes que los escritores pueden lograr todo lo que quieran. Y así lo hizo.

 

Elda Lavín

Artículo publicado en suplemento SOTILEZA, de Diario Montañes. Diciembre 30,  2021

Manual para mujeres de la limpieza, Lucia Berlin. Ed. Alfaguara, 2016.


2 de diciembre de 2021

Assia Djebar: el cuerpo y la palabra


Sin duda aquel “démosle una habitación propia y quinientas libras”, de Virginia Woolf como exigencia para fortificar el papel femenino en la escritura (y en la vida) planea en nuestro pensamiento al acercarnos a este “Sin habitación propia” (Lumen, 2009), de la escritora, lingüista, historiadora, traductora, crítica literaria y profesora Assia Djebar, seudónimo literario de Fatema Zhora Imalayen (Cherchell, Argelia, 1936-París 2015).

Extensa y fructífera ha sido la biografía de Djebar, como profundo el calado significativo que ha dejado en su escritura. Una trayectoria que va desde su nacimiento e infancia en Argelia hasta la ocupación del sillón número 5 de la Academia Francesa en 2005, hecho insólito en el país vecino para un ciudadano del Magreb y más aún para una mujer.  Desde la niña educada en la fe musulmana, que abandona el gineceo para estudiar primero en la provincia, y Argelia lo era de Francia en aquel momento, y en la lengua de la provincia, hasta la universitaria en París que participa en la huelga de estudiantes argelinos en 1956 como inicio de las primeras movilizaciones por la independencia. Desde la activista que colabora con el “Moudjahid”, el órgano de prensa del Frente de Liberación Nacional (FLN) hasta su exilio en París en 1965, tras el golpe de estado de Boumedian, donde se dedica a la crítica literaria y cinematográfica además de a la composición teatral.

Y por encima de todo la lengua de su escritura, el francés, el idioma del colonizador, con el que expresa su pensamiento y con el que se enfrenta a la historia de su país, a su propia historia e identidad, a su cultura, a su memoria, en definitiva. Pero están también el árabe materno, con el que ama, siente y reza (en ocasiones); además del bereber, la lengua original, la de todo el Magreb, más antigua que las demás y con la que no puede escribir porque no domina. Con tal instrumento Djebar arrostra su labor afirmando, con motivo de la recepción del Premio de la Paz 2000 de la Asociación de Editores y Libreros Alemanes en Francfort: “Solo reconozco una regla, aprendida y dilucidada, poco a poco, en soledad y lejos de las capillas literarias: no practicar más que una escritura de necesidad”. Es este el modo de dar vehículo a sus vivencias y anhelos personales, el modo de serse en su decirse, y hacerlos asimismo de la tribu, universales.

Si bien el objeto de estudio en la escritura poscolonial no es la diferencia sino la hibridación, la labor literaria de Djebar está encaminada a la recreación de una identidad femenina musulmana plena en paralelo a la búsqueda de su propia identidad. Una escritura vinculante entre idioma y mujer, una escritura que hace de lo femenino, de su corporalidad abandonada hasta entonces al silencio, letra y voz. Y una escritura que tiene mucho de doloroso porque como afirma ella misma en 1997 “Durante mucho tiempo creí que escribir era morir”, era como extender un sudario en la medida que escribir la rememoraba.

Narrar es para Djebar liberar la existencia de esas mujeres de Argel en sus apartamentos sacadas del cuadro homónimo de Delacroix pintado en 1834 –“Femmes d’Alger dans leur appartement”-, título que ella misma elige para una de sus novelas. Se trata de mujeres atrapadas, ausentes y distantes, encerradas entre los muros del harén como expresión de un orientalismo irreal. Narrar es así revelar el cuerpo y la libertad, es contarse a sí misma y a la sociedad “colonial bífida” de lengua francesa y árabe la identidad de sus compatriotas argelinas tanto como necesidad de autoafirmación “yo soy vosotros, yo soy argelina, pero no la que vosotros queráis, yo soy yo”.  Y sobre todo para la autora narrar no es obsesión por la autobiografía “sucedáneo laicizado de la confesión”, tal y como ella misma la define, porque en palabras de Hannah Arendt lo autobiográfico es antes bien “impaciencia de conocimiento”.

De ahí que “Sin habitación propia” no sea estrictamente una autobiografía, no es una acumulación de anotaciones sobre el pasado, sino el autoanálisis necesario de su infancia y adolescencia para sustentar el sentido de su vida adulta y su intento de suicidio. Tomado de la cuentística popular, el título proviene de las palabras de Fátima, la hija del profeta Muhammad, ante la negativa del califa a entregarle las tierras de su padre muerto. Con un desalentador “Sin habitación propia en la casa del padre” poco antes de morir también ella misma, la joven expresará su desprotección y para Djubar la de todas las mujeres musulmanas. La escritura se hace poética ahora, sugerente, de mayor complejidad sintáctica en la que el coqueteo entre el presente y el pasado traza un laberíntico espacio de reflexión que reclama la atención concentrada del lector. Así cuando al principio de la obra relata cómo ella no rechaza ese bombón relleno de alcohol que le ofrece su amiga, recuerda asimismo cómo se siente mal, no por la religión, sino por su padre. La relación entre religión y aceptación del padre queda desvelada -y patente en ese “Nulle part dans le maison de mon père” en el título original francés de la obra-: la ausencia de habitación propia es la no pertenencia al mundo del padre, el miedo real a no tener un lugar propio en la casa del padre y, metafórico, a no tenerlo en la casa de Dios. Es la presión del padre omnipresente en la idea de que el cuerpo de la hija le pertenece porque pertenece a Dios. Es el padre al que Farida, uno de los personajes de la obra, debe convencer, haciendo una huelga de hambre, para que la dejara estudiar. Y también es el padre que, con la connivencia de toda la sociedad argelina, impone el velo a riesgo de ser insultada como “desnuda” por no llevarlo.

Existe una parte de lo real que solo puede ser contemplado con la mirada interior y así la mirada de Djebar, balsámica y terapéutica desnuda de sus velos el cuerpo femenino solo para vestirlo de su propia historia.

Elda Lavín

Sin habitación propia (2009), Assia Djebar. Editorial Lumen. (Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, noviembre, 26 de 2021)




14 de noviembre de 2021

Jhumpa Lahiri, el exilio del exilio

 



 

Alababa Cortázar entre las virtudes del cuento además de la de la autonomía, esto es, su independencia de cualquier otro género, la de la “esfericidad”. Para la aguda concepción del crítico, toda pieza cuentística será una forma cerrada en que la situación narrativa en sí debe tener su origen y su fin dentro de la esfera, de cuya perfección destaca asimismo su brevedad. Un buen cuento ha de ser afilado, lacerante sin elementos decorativos ni intervenciones accesorias del narrador -cosa que él no cumple plenamente en alguna de sus producciones después de “Rayuela”-: el relato, en definitiva, se hace a sí mismo.  

Algo, si no mucho, de esto supo apreciar Kakutani, la infatigable crítico de The New York Times, en 2000 cuando con entusiasmo elogió “El interprete del dolor”, obra ganadora del Premio Pulitzer de ese año, de Jhumpa Lahiri (Londres, 1967), la escritora angloestadounidense de ascendencia bengalí residente en Roma en la actualidad. Se trata de una selección de nueve relatos, reeditados por la editorial española Salamandra en 2016 en traducción de Gema Rovira Ortega, que han llegado a traducirse a veintinueve idiomas. Ambientados tanto en la India como en Estados Unidos, la autora plasma en ellos de modo certero los conflictos en las relaciones de unos personajes que buscan su lugar entre oriente y occidente.

Transterrada ella misma, hija de varias culturas, Lahiri hace suya una escritura sobria, concisa, con la que aborda sentimientos, alegrías, desasosiegos y frustraciones de unos personajes que se mueven entre los imperativos de la tradición familiar y los códigos de una nueva existencia en la sociedad occidental, unos códigos que la joven Lilia, narradora de uno de los relatos, resume irónicamente así: “Aquí en el supermercado no vendían aceite de mostaza, los médicos no visitaban a domicilio y los vecinos no pasaban a casa sin invitación previa”.

La escritura se desprende de la autora ganando autonomía gradualmente, el relato se hace autárquico y concentra los elementos narrativos para escarbar la superficie de lo cotidiano, de la vida del día a día de unos personajes en busca del sentido de su existencia. Estos personajes son el señor Pirzada y su esperanza de determinar desde Estados Unidos si su familia está viva o muerta en medio de la guerra de independencia de Bangladesh (estamos en 1971), o el señor Kapasi, cuyo empleo de traductor de pacientes de lengua guyaratí en la consulta de un médico le da “la medida de su fracaso en la vida”, o la joven pareja formada por Shoba y Shukumar, que se han convertido en “expertos en evitarse entre las paredes de aquel piso de tres habitaciones”. Las emociones serpean hasta la superficie de esa escritura delicada con que la autora nos muestra las vidas ordinarias de hombres y mujeres con quienes nos identificamos en lo universal.

En Lahiri no encontramos la acumulación de tensiones, propia de la preceptiva al uso, abocada a estallar en un desenlace final. Lejos de ello nos habla de hermanos, padres, esposos, amantes que buscan su propia identidad en una acción en la que lo inevitable se produce a ritmo sostenido cuando, por ejemplo, la señora Das, de viaje por la India, la tierra de sus antepasados, inopinadamente revela a un desconocido, ella sabe que no volverán a encontrarse, que el segundo de sus hijos es producto de una aventura extraconyugal. 

Sostenía Carver cómo es posible, en un poema o un relato, escribir sobre cosas y objetos corrientes empleando un lenguaje corriente, y dotar estas cosas -una ventana, unas coronas, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer – “de una fuerza inmensa, incluso desconcertante”. En Lahiri la repentina atracción sensual del señor Kapasi queda materializada en ese simple trozo de papel con su dirección postal que acaba extraviándose, impidiendo así que su relación con la señora Das tuviera continuidad en el tiempo. Pero, por encima de todo, se debaten la identidad, las raíces, el arraigo y el desarraigo, la experiencia de abandonar lugares aun echándolos de menos y llegar a otros nuevos. Es el querer ser, en definitiva, estadounidenses y miedo de convertirse en uno de ellos, la eterna tensión entre lugares y personas que se decanta y esclarece en la obra con las palabras de la madre de una de las protagonistas, para quien la joven podía contar en su nuevo país con una existencia segura, “una vida fácil, una buena educación, todo tipo de oportunidades en la vida”.

Para Lahiri, a quien en algunos medios se la conoce ya como “la voz de los inmigrantes”, toda la literatura habla de migraciones ya que el viaje está en todos los grandes textos: alguien moviéndose, el “homo viator”, es un tópico recurrente en la literatura universal. Y más aún, para ella, la integración es una categoría del impulso humano de descubrir, de explorar porque, según la autora, “no podemos quedarnos dentro de nosotros mismos”. Ya en 2018, cuando publica “En otras palabras” (editorial Salamandra), un ensayo escrito en italiano en el que reflexiona sobre el aprendizaje de ese idioma, llega a afirmar, tal vez con desasosiego, que quien no pertenece a ningún lugar específico, no puede volver a ninguna parte. Los conceptos de exilio y retorno implican una patria, un origen; sin una patria y sin una verdadera lengua materna ella vagabundea por el mundo incluso cuando está sentada en su escritorio.  Sin embargo, ella no se siente del todo así: la respuesta está en exiliarse incluso de la definición de exilio. 

Elda Lavín

El intérprete del dolor, Jhumpa Lahiri. Ed. Salamandra

Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, noviembre 5, 2021

8 de octubre de 2021

Herta Müller con todo lujo de detalles

 





 

“Con la concentración de la poesía y la objetividad de la prosa, ella dibuja los paisajes de los desposeídos”. De este modo escueto y rotundo se refirió el jurado del Premio Nobel en 2009 a la escritora rumana Herta Müller (Nitzkydorf, 1953) a la hora de entregar su galardón literario de ese año. Poesía y prosa, que no constituyen sino palabra necesaria para dar voz al silencio, a los muchos silencios que se agolpan bajo la piel de los transterrados.  

Por ello no es posible que los dieciocho ensayos que componen “Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío” nos dejen ajenos en su lectura. Publicados por la editorial Siruela, colección El ojo del Tiempo, en 2019 (la traducción corre a cargo de Isabel García Adánez, que ha sido, por demás, la flamante ganadora del Premio Nacional de Traducción 2020 precisamente por este trabajo), los escritos responden a la necesidad de viviseccionar la realidad, de responder al interrogante de cómo funciona la vida, cómo se hace esto que es vivir y sobre todo cómo se puede soportar. 

Así Müller saja lo cotidiano para extraer de ahí lo real implacable: el miedo que impera en el gesto diario de supervivencia, la dignidad pateada por el poder, el sometimiento de la conciencia y del cuerpo, que se prolonga con paso de sierpe hasta anclar en las palabras de la tribu. En Müller impera la necesidad interior de escribir, una necesidad estrechamente ligada a lo autobiográfico, la autoficción, porque, tal y como ella misma se cuestiona, ¿se puede leer e interpretar a Celan sin tener en cuenta el holocausto?, ¿sin tener en cuenta el exterminio de los judíos? Y de ahí la idea de la Historia como suma de cada una de las historias personales. Y más aún de cómo somos presa de nuestra propia biografía, de cómo no podemos hacer nada para liberarnos. 

Un sometimiento este que para ella comienza en la Rumanía rural del Banato, en el círculo de suabos del Danubio emigrados, la minoría lingüística y cultural de lengua alemana a la que pertenece. En la Rumanía aliada del Tercer Reich que devino dictadura comunista con la subida de Ceauçescu al poder. En su mísero y empobrecido lugar de nacimiento, “el pueblecito como un trasto viejo arrojado en medio del paisaje”, un pueblo que vivía en el pasado y donde la gente nacía ya vieja. Y allí está el recuerdo de su padre, el camionero que había formado parte de las listas de la SS hitleriana con diecisiete años y que muere alcoholizado a los cincuenta: “Papá canta y amenaza con el cuchillo, y mamá solo lloriquea en voz queda con un nudo en la garganta”. Y sí, su madre, deportada por el régimen a un campo de trabajo soviético en 1945 como forma de demonización a la minoría alemana por parte de la historia oficial. Una madre distante, que en ocasiones llegaba al maltrato, porque la muestra directa de cariño “no es cosa de campesinos”.

Luego llegaría la vida en la ciudad, independiente, empleada como traductora en una fábrica de maquinaria. Y llegaría el miedo por el acoso de la Securitate, los servicios secretos de un régimen rancio, hostil a las personas por la burricie de sus funcionarios donde la mezcla de incompetencia y poder es terrible. Y llegarían los insultos y las amenazas a su negativa a espiar a compañeros -la temida “colaborez”- “Perra vagabunda, ya te arrepentirás, te tiraremos al río”.

Y por encima de todo sobrevuela la soledad, imperativa, el sentimiento que nutre sus días no como efecto secundario, sino como objetivo planeado contra los represaliados que se materializa en forma de calumnia: “Todos dicen que eres una espía”. Sus compañeros la dejan de lado, la castigan por protegerlos. “De los ataques te puedes defender, de la calumnia, nunca”, razón por la que en 1987 conseguiría el permiso para marcharse a Alemania.

Müller es consciente de que la literatura no puede cambiar nada de lo vivido; sin embargo, sí que puede “inventar a través del lenguaje una verdad” que muestre lo que sucede dentro de nosotros y a nuestro alrededor cuando los valores descarrilan. Este es el modo en que la imponente maquinaria verbal de la rumana se asienta en su capacidad de observación, apuntalando el detalle con su análisis pormenorizado de la realidad porque nosotros vivimos en el detalle, no en el panorama. El hambre de vivir es “hambre de palabras” y las de Müller se tornan metáfora necesaria. Metáfora en pos de la belleza ya que la belleza nos protege, y por contra su ausencia, esa ausencia en la arquitectura o en la ropa de las dictaduras que vuelve agresiva a la gente; la embrutece. “La ternura oculta” de sus imágenes quizás nos conmueva, pero no nos distrae del objetivo al que va encaminada: si los interrogatorios son espejos que multiplican siempre al mismo tío, la bella imagen que da título a la obra apela también certeramente al miedo y a la impotencia que se oculta tras la realidad. 

Por ello la rumana nos pone en aviso: el espoleo de la imaginación que, como se ha dicho, conllevan las dictaduras, su ampliación de la mirada y el mundo, podría ser bueno para el territorio de la literatura, pero no lo es para el ser humano Porque la literatura habla con cada persona a título individual; nada nos habla a un nivel tan profundo como un libro, pero el arte viene, debería venir, siempre según ella, “después de la vida”. 

Elda Lavín


Herta Müller, Siempre la misma nieve, siempre el mismo tío (2019). Editorial Siruela.


Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, octubre 8, 2021