3 de abril de 2022

Un paseo junto a Cervantes a orillas del East River


Siempre recordaré la última vez.  Porque nunca olvidamos las despedidas. Fue el 4 de noviembre de 2002. Él se subía a la tribuna de nuestro Ateneo de Santander, él, acompañado de su bombona de oxígeno y su respirador, ofreciéndonos el rostro más amable de las ya muy deterioradas dificultades respiratorias de su enfermedad. Él, José Hierro, `Pepe´ para el grueso de la tropa que le hizo suyo, presentaba, junto al profesor Carlos Galán, los materiales que la profesora y arabista Dulce López-Baralt había materializado en dos volúmenes: “Guardados en la sombra” (inéditos en prosa del primer Hierro) y “Entre libélulas y ríos de estrellas: José Hierro y el lenguaje de lo imposible” (imprescindible aproximación a la obra poética última del autor). El poeta fallecería mes y medio después y toca ahora (nació en Madrid en 1922) el momento de homenajes y recuerdos centenarios.

Hablar del Premio Cervantes es, al menos para mí, hablar, en principio, de una ejemplar trayectoria poética nunca estancada, siempre en progreso muy a pesar del silencio de todos conocido.

Una trayectoria cuyo km cero bien podríamos establecer en ese poema “Generación” -“Tierra sin nosotros”(1947)-, que da fe de la experiencia de la guerra civil y de cómo los sueños, los propios y los de sus contemporáneos,  hubieron de ser arrojados a un pozo “de agua estancada y silenciosa”. Hierro perfila aquí al poeta que quiere ser, el que se chapuza en lo histórico circundante, el que hace suyo el mundo que es suyo para verterlo en cada poema. Él va a acometer la renovación de la poesía española del primer tercio del siglo XX asumiendo que de esa crisis identitaria solo un nuevo lenguaje deviene: “y les pusimos a las cosas/ nuevos nombres”. Él, que no se consideraba un poeta sublime, más bien de la “clase media poética”, en su contemplación de esa nueva realidad aboga por la belleza de la palabra que no es recargamiento ni imaginería, sino musicalidad (portentoso eneasílabo) y adecuación forma- contenido apegada a la intensa emoción de lo humano. 

El yo poético que emerge de aquí, el que se cuestiona su identidad y la de otros como él, el que cuando habla de sí mismo, habla de los demás, y no de un nosotros circunstancial, solo puede ser, en sus propias palabras, poeta testimonial. Y así se muestra en “Quinta del 42” (1952), que es a su vez acercamiento y superación de tal marchamo poético. Superación en lo que tiene de progresivo abandono de la descripción objetiva de la realidad para abrigarla con oscuras construcciones simbólicas: “No te pidan/ luz. Mejor en la sombra/ amor se comunica” (“El libro”), donde el tema del tiempo adquiere cuasi protagonismo exclusivo “Se ha roto el tiempo y la tristeza. Reina/ la eternidad viva” (“Plenitud”).

De hecho, es en 1962 cuando, en el prólogo de la publicación de su obra completa hasta el momento, nos habla de los dos caminos, de todos conocidos, de su poesía: el “reportaje” y las “alucinaciones”, dos caminos que estaban ya perfilados en “Quinta del 42” y que el poeta matizará con el paso del tiempo: si aquel era la narración de una historia finita y racionalizada con anterioridad, estas son poemas en construcción, “como envueltos en niebla” puesto que las emociones se escinden de los hechos que las provocan. 

Nunca en oposición, de la dialéctica integradora de ambos términos se nutre la trayectoria poética del poeta, que en 1964 publica el “Libro de las alucinaciones”, poemario de tono irracional que incorpora notas innovadoras a la poesía del momento. Y así, en el poema “Marina impasible” el mar permite al poeta un viaje espiritual hacia el éxtasis:

…presente inmóvil-sin recuerdos,

    sin propósitos-, soy ahora.

   Todo está sometido a un orden

   que yo no entiendo. Pero embarco

   en la nave, y el marinero

   me dirá su cantar más tarde,

   desde el éxtasis…

 

Frente al mar, su yo se diluye en lo real, se evade del tiempo para experimentar el presente inmóvil, que no es sino trasunto del instante eterno, un ahora sin límite, sin pasado y sin presente: cuando la conciencia se desliga de la razón, el alma triunfa sobre la muerte. Para Hierro, igual que para Badiou, el poema piensa y encarna como nadie la comunión entre pasión y reflexión: el alucinado oscuro secreto y el razonado rigor reflexivo.

Y el poema abre también caminos en la nieve hacia “Cuaderno de Nueva York”, Premio de la Crítica -en 1998, año de su publicación- y Premio Nacional de Poesía (1999), poemario superador -o quebrantador al decir de algún crítico- de la dicotomía imperante en el momento entre la poesía de “voz lógica” y la de “voz órfica”.  Hierro logra integrar ambas vías -muy, muy enfrentadas entonces, como es sabido- y logra, por un lado, borrar de su currículo la injusta adscripción a la poesía social y, por otro, la necesaria reafirmación de la palabra justa que diga, exprese y sugiera, “porque el poema ha de ser seducción” y si no, no vale. Hierro vivía para la poesía, era su destino y siempre se preguntó por él “¿Quién fue el hijo de puta que me desafió y yo acepté el envite?”.

Pero Hierro es por encima de todo realidad alucinada o alucinación real, es:

 

…Alguien espera. El viento 

Amansa el agua del estanque. Pienso

en lo que pensará de mí la imagen

que me contempla.

 

Y aquí, señores, deja su poso la realidad según Cervantes. Amén.


Elda Lavín

En el centenario del nacimiento de José Hierro.

Artículo publicado en el suplemento SOTILEZA, Diario Montañes. Abril 1, 2022.