Alababa Cortázar entre las virtudes del cuento además de la de la autonomía, esto es, su independencia de cualquier otro género, la de la “esfericidad”. Para la aguda concepción del crítico, toda pieza cuentística será una forma cerrada en que la situación narrativa en sí debe tener su origen y su fin dentro de la esfera, de cuya perfección destaca asimismo su brevedad. Un buen cuento ha de ser afilado, lacerante sin elementos decorativos ni intervenciones accesorias del narrador -cosa que él no cumple plenamente en alguna de sus producciones después de “Rayuela”-: el relato, en definitiva, se hace a sí mismo.
Algo, si no mucho, de esto supo apreciar Kakutani, la infatigable crítico de The New York Times, en 2000 cuando con entusiasmo elogió “El interprete del dolor”, obra ganadora del Premio Pulitzer de ese año, de Jhumpa Lahiri (Londres, 1967), la escritora angloestadounidense de ascendencia bengalí residente en Roma en la actualidad. Se trata de una selección de nueve relatos, reeditados por la editorial española Salamandra en 2016 en traducción de Gema Rovira Ortega, que han llegado a traducirse a veintinueve idiomas. Ambientados tanto en la India como en Estados Unidos, la autora plasma en ellos de modo certero los conflictos en las relaciones de unos personajes que buscan su lugar entre oriente y occidente.
Transterrada ella misma, hija de varias culturas, Lahiri hace suya una escritura sobria, concisa, con la que aborda sentimientos, alegrías, desasosiegos y frustraciones de unos personajes que se mueven entre los imperativos de la tradición familiar y los códigos de una nueva existencia en la sociedad occidental, unos códigos que la joven Lilia, narradora de uno de los relatos, resume irónicamente así: “Aquí en el supermercado no vendían aceite de mostaza, los médicos no visitaban a domicilio y los vecinos no pasaban a casa sin invitación previa”.
La escritura se desprende de la autora ganando autonomía gradualmente, el relato se hace autárquico y concentra los elementos narrativos para escarbar la superficie de lo cotidiano, de la vida del día a día de unos personajes en busca del sentido de su existencia. Estos personajes son el señor Pirzada y su esperanza de determinar desde Estados Unidos si su familia está viva o muerta en medio de la guerra de independencia de Bangladesh (estamos en 1971), o el señor Kapasi, cuyo empleo de traductor de pacientes de lengua guyaratí en la consulta de un médico le da “la medida de su fracaso en la vida”, o la joven pareja formada por Shoba y Shukumar, que se han convertido en “expertos en evitarse entre las paredes de aquel piso de tres habitaciones”. Las emociones serpean hasta la superficie de esa escritura delicada con que la autora nos muestra las vidas ordinarias de hombres y mujeres con quienes nos identificamos en lo universal.
En Lahiri no encontramos la acumulación de tensiones, propia de la preceptiva al uso, abocada a estallar en un desenlace final. Lejos de ello nos habla de hermanos, padres, esposos, amantes que buscan su propia identidad en una acción en la que lo inevitable se produce a ritmo sostenido cuando, por ejemplo, la señora Das, de viaje por la India, la tierra de sus antepasados, inopinadamente revela a un desconocido, ella sabe que no volverán a encontrarse, que el segundo de sus hijos es producto de una aventura extraconyugal.
Sostenía Carver cómo es posible, en un poema o un relato, escribir sobre cosas y objetos corrientes empleando un lenguaje corriente, y dotar estas cosas -una ventana, unas coronas, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer – “de una fuerza inmensa, incluso desconcertante”. En Lahiri la repentina atracción sensual del señor Kapasi queda materializada en ese simple trozo de papel con su dirección postal que acaba extraviándose, impidiendo así que su relación con la señora Das tuviera continuidad en el tiempo. Pero, por encima de todo, se debaten la identidad, las raíces, el arraigo y el desarraigo, la experiencia de abandonar lugares aun echándolos de menos y llegar a otros nuevos. Es el querer ser, en definitiva, estadounidenses y miedo de convertirse en uno de ellos, la eterna tensión entre lugares y personas que se decanta y esclarece en la obra con las palabras de la madre de una de las protagonistas, para quien la joven podía contar en su nuevo país con una existencia segura, “una vida fácil, una buena educación, todo tipo de oportunidades en la vida”.
Para Lahiri, a quien en algunos medios se la conoce ya como “la voz de los inmigrantes”, toda la literatura habla de migraciones ya que el viaje está en todos los grandes textos: alguien moviéndose, el “homo viator”, es un tópico recurrente en la literatura universal. Y más aún, para ella, la integración es una categoría del impulso humano de descubrir, de explorar porque, según la autora, “no podemos quedarnos dentro de nosotros mismos”. Ya en 2018, cuando publica “En otras palabras” (editorial Salamandra), un ensayo escrito en italiano en el que reflexiona sobre el aprendizaje de ese idioma, llega a afirmar, tal vez con desasosiego, que quien no pertenece a ningún lugar específico, no puede volver a ninguna parte. Los conceptos de exilio y retorno implican una patria, un origen; sin una patria y sin una verdadera lengua materna ella vagabundea por el mundo incluso cuando está sentada en su escritorio. Sin embargo, ella no se siente del todo así: la respuesta está en exiliarse incluso de la definición de exilio.
Elda Lavín
El intérprete del dolor, Jhumpa Lahiri. Ed. Salamandra
Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, noviembre 5, 2021