8 de octubre de 2021

Herta Müller con todo lujo de detalles

 





 

“Con la concentración de la poesía y la objetividad de la prosa, ella dibuja los paisajes de los desposeídos”. De este modo escueto y rotundo se refirió el jurado del Premio Nobel en 2009 a la escritora rumana Herta Müller (Nitzkydorf, 1953) a la hora de entregar su galardón literario de ese año. Poesía y prosa, que no constituyen sino palabra necesaria para dar voz al silencio, a los muchos silencios que se agolpan bajo la piel de los transterrados.  

Por ello no es posible que los dieciocho ensayos que componen “Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío” nos dejen ajenos en su lectura. Publicados por la editorial Siruela, colección El ojo del Tiempo, en 2019 (la traducción corre a cargo de Isabel García Adánez, que ha sido, por demás, la flamante ganadora del Premio Nacional de Traducción 2020 precisamente por este trabajo), los escritos responden a la necesidad de viviseccionar la realidad, de responder al interrogante de cómo funciona la vida, cómo se hace esto que es vivir y sobre todo cómo se puede soportar. 

Así Müller saja lo cotidiano para extraer de ahí lo real implacable: el miedo que impera en el gesto diario de supervivencia, la dignidad pateada por el poder, el sometimiento de la conciencia y del cuerpo, que se prolonga con paso de sierpe hasta anclar en las palabras de la tribu. En Müller impera la necesidad interior de escribir, una necesidad estrechamente ligada a lo autobiográfico, la autoficción, porque, tal y como ella misma se cuestiona, ¿se puede leer e interpretar a Celan sin tener en cuenta el holocausto?, ¿sin tener en cuenta el exterminio de los judíos? Y de ahí la idea de la Historia como suma de cada una de las historias personales. Y más aún de cómo somos presa de nuestra propia biografía, de cómo no podemos hacer nada para liberarnos. 

Un sometimiento este que para ella comienza en la Rumanía rural del Banato, en el círculo de suabos del Danubio emigrados, la minoría lingüística y cultural de lengua alemana a la que pertenece. En la Rumanía aliada del Tercer Reich que devino dictadura comunista con la subida de Ceauçescu al poder. En su mísero y empobrecido lugar de nacimiento, “el pueblecito como un trasto viejo arrojado en medio del paisaje”, un pueblo que vivía en el pasado y donde la gente nacía ya vieja. Y allí está el recuerdo de su padre, el camionero que había formado parte de las listas de la SS hitleriana con diecisiete años y que muere alcoholizado a los cincuenta: “Papá canta y amenaza con el cuchillo, y mamá solo lloriquea en voz queda con un nudo en la garganta”. Y sí, su madre, deportada por el régimen a un campo de trabajo soviético en 1945 como forma de demonización a la minoría alemana por parte de la historia oficial. Una madre distante, que en ocasiones llegaba al maltrato, porque la muestra directa de cariño “no es cosa de campesinos”.

Luego llegaría la vida en la ciudad, independiente, empleada como traductora en una fábrica de maquinaria. Y llegaría el miedo por el acoso de la Securitate, los servicios secretos de un régimen rancio, hostil a las personas por la burricie de sus funcionarios donde la mezcla de incompetencia y poder es terrible. Y llegarían los insultos y las amenazas a su negativa a espiar a compañeros -la temida “colaborez”- “Perra vagabunda, ya te arrepentirás, te tiraremos al río”.

Y por encima de todo sobrevuela la soledad, imperativa, el sentimiento que nutre sus días no como efecto secundario, sino como objetivo planeado contra los represaliados que se materializa en forma de calumnia: “Todos dicen que eres una espía”. Sus compañeros la dejan de lado, la castigan por protegerlos. “De los ataques te puedes defender, de la calumnia, nunca”, razón por la que en 1987 conseguiría el permiso para marcharse a Alemania.

Müller es consciente de que la literatura no puede cambiar nada de lo vivido; sin embargo, sí que puede “inventar a través del lenguaje una verdad” que muestre lo que sucede dentro de nosotros y a nuestro alrededor cuando los valores descarrilan. Este es el modo en que la imponente maquinaria verbal de la rumana se asienta en su capacidad de observación, apuntalando el detalle con su análisis pormenorizado de la realidad porque nosotros vivimos en el detalle, no en el panorama. El hambre de vivir es “hambre de palabras” y las de Müller se tornan metáfora necesaria. Metáfora en pos de la belleza ya que la belleza nos protege, y por contra su ausencia, esa ausencia en la arquitectura o en la ropa de las dictaduras que vuelve agresiva a la gente; la embrutece. “La ternura oculta” de sus imágenes quizás nos conmueva, pero no nos distrae del objetivo al que va encaminada: si los interrogatorios son espejos que multiplican siempre al mismo tío, la bella imagen que da título a la obra apela también certeramente al miedo y a la impotencia que se oculta tras la realidad. 

Por ello la rumana nos pone en aviso: el espoleo de la imaginación que, como se ha dicho, conllevan las dictaduras, su ampliación de la mirada y el mundo, podría ser bueno para el territorio de la literatura, pero no lo es para el ser humano Porque la literatura habla con cada persona a título individual; nada nos habla a un nivel tan profundo como un libro, pero el arte viene, debería venir, siempre según ella, “después de la vida”. 

Elda Lavín


Herta Müller, Siempre la misma nieve, siempre el mismo tío (2019). Editorial Siruela.


Publicado en suplemento SOTILEZA, Diario Montañés, octubre 8, 2021