2 de octubre de 2011

CUANDO RILKE SOÑABA ÁRBOLES DE EMILIO GONZÁLEZ SAINZ

Acercarse una vez más a la obra del pintor Emilio González Sainz (Torrelavega, 1961), deambular por los pasillos para contemplar en silencio, y cómo no, complicidad, el, en esta ocasión, pequeño y mediano formato – en torno a 20 X 30 cm. – de lo exhibido por la santanderina Galería Siboney –con Juan y Rafael G. Riancho a la cabeza – no constituye sino la ceremonia de confirmación de una creencia, fe o religión: aquella que nos habla de la verdad del arte, la que nos confirma el sentido más profundo de cada obra apelando a su naturaleza enigmática, como si de un enrevesado logogrifo se tratase.
Porque sin duda enigmático se nos antoja por los cuatro costados este "Paisaje con rocas y árboles", lo último del trabajo pictórico desarrollado por el torrelaveguense a lo largo de este año 2011, un trabajo que nos remite a claves como la coherencia y la continuidad, aun en su evolución, sobre la muy bien trabada cadena de su trayectoria creativa.
Lo que González Sainz se ha traído en la maleta a su regreso de Irlanda, donde ha sido becado, como es sabido, por la Fundación Ballinglen Arts, es mucho más que un puñado de obra paisajística, plasmada bien en acuarela, bien en óleo –con una muy interesante resolución la de este último sobre cobre o latón, en lugar del consabido lienzo al que estamos acostumbrados –, donde el paraje agreste, otoñal o invernal, cobra cuerpo en estilizados roquedales y arboledas, ásperos y grises, tan descarnados al borde del precipicio –en concreto las serie "Paisaje con rocas y árboles", que da título a la muestra, y la relativa a los castros –, como abandonados a una melancólica soledad hurtada, casi por completo, de la presencia de lo humano. Lo que González Sainz nos ha trasladado a imágenes, imbuido, tal vez, de la ancestral sabiduría del druida, es su personal forma de focalizar no ya la manida dialéctica entre lo físico externo y la interioridad sensible – en palabras del escritor y crítico Gabriel Rodríguez entre el espacio exterior y "el Polo Norte interior" –; sino la secular búsqueda de consonancia entre ambos.
Del mismo modo a como Eliot da el pistoletazo de salida al primero de sus cuartetos, equiparando en su formulación el hoy y el ayer, el futuro y el pasado; así el cántabro medita frente al paisaje –de ahí su autorretrato –investido de la melancolía del "outsider" de raigambre romántica: el individuo que cuestiona el cosmos y lo desordena para hacerlo suyo, es el vagabundo y es el cazador que se han dejado ver en la recurrente iconografía de nuestro autor. Y es que de este hombre que medita se apodera un estado de ensoñación tal, que anula el tiempo, lo suspende eternamente para extender ante sí la ilimitada fisicidad, la inmensidad del espacio. González Sainz sueña, en efecto, como así lo atestigua el modo de autorrepresentarse, con los ojos cerrados; porque sólo en tal estado, distendido, su paleta de colores atenuados y su trazo contundente, que no pierde vigor ni siquiera con el paso a la acuarela –aquí Patinir se hace, sin duda, presente con ese modo de erigir el paisaje en protagonista –, dibuja una realidad sólo en apariencia naif; profunda tras la aparente serenidad de la piedra y el ave; la flor, la osamenta animal, el árbol o la nieve. ¿Quién no retrotrae ahora la memoria hacia aquella idea de la "profundidad habitada", la de la naturaleza como criptograma, de claras connotaciones simbolistas, que De Chirico legaría más tarde a los surrealistas?
Habría que retrotraerse más en el tiempo, hasta principios del XIX, cuando se produjo la recuperación del concepto de lo sublime, con Kant o Burke, para poder dar nombre a ese sentimiento de sobrecogimiento, de terror en algunos casos –recordemos al escritor inglés Joseph Adisson – ante esa ilimitada inmensidad del paisaje, que es, en definitiva, experiencia de lo divino. Para la representación sublime, C.D. Friedrich invitaba a otros pintores no a pintar lo que veían ante sí; sino lo que veían en sí, sacando a la luz lo contemplado en la oscuridad: el camino a la modernidad quedaba así inopinadamente abierto.
Hay mucho de Friedrich en González Sainz – no ya la recurrencia a motivos de la iconografía netamente romántica, como las ruinas de las que esta exposición da también cuenta –; y mucho, si nos atenemos a la idea inclusiva del tiempo en Eliot, de González Sainz en el primero. Pero sobre todo hay mucho de poesía en ambos. Cuando Rilke expresaba su verso " miro hacia fuera, y el árbol crece en mí", tan sólo estaba "poniéndole letra" a la obra de los anteriores. Más aún, parece como si el poeta soñara un árbol de Emilio, nutriéndole con su espacio íntimo, creciendo él mismo y haciéndole crecer en tanto que ser inacabado.
El González Sainz pintor se ha unido así al González Sainz poeta con el propósito de contribuir al oficio de la creación, que no es otro que el de abrir, el de conquistar espacios para el conocimiento, el propio tanto como el de la realidad que nos circunda. El cántabro lo sabe y, por ello, está aquí para incorporar un eslabón más a la larga cadena de la dialéctica paisaje exterior–mundo interior, que no es otra que la dialéctica profundidad frente a inmensidad; el yo frente al no–yo. Ahora ya no se trata de establecer la correlación del mundo de fuera con el de dentro, como ya hiciera Baudelaire con sus "Correspondencias"; sino el de reafirmar el papel de la disciplina artística como generadora de realidad, una realidad, eso sí, no objetiva; pero vital y creada en la estética por la fuerza transformadora que el mundo interior tiene sobre el exterior, como bien declaró Ortega.
Sí, González Sainz lo sabe y, por ello, tan sólo se detiene y cierra los ojos.


ELDA LAVÍN